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Calor, aplausos y guerra

Un conocido mío se pasó el mes de julio repitiendo: «¡Yo pago mis impuestos! ¡Quiero mis 35º a la sombra! ¿Qué es esto de dormir en pijama y taparse con una sábana? ¡Como ciudadano, tengo mis derechos!». Los demás lo mirábamos con la sonrisa del conejo. Porque no hay placer comparable a la manguita larga fuera de temporada, o a entornar la ventana al acostarse cuando el calendario sostiene que es julio y no estás en Santander ni en La Coruña? Pero llegó el calor, y de nuestros labios no saldrá ni una queja; como los griegos de las tragedias clásicas, sabíamos nuestro destino. Hay quien, además, capea las temperaturas sólo con un abanico. Basta con 1.- aprovechar los recursos de las casas (abrir ventanas a las horas de más fresco, refrescar el suelo, sombrear, cerrar ventanas cuando en el exterior cae fuego); 2.- aplicar el sentido común a indumentaria, horarios y alimentación; 3.- ir por la calle buscando la sombra -esto no es ninguna tontería: muchos van, como en enero, por la acera soleada, en particular los guiris propensos a transformarse en pimientos a la parrilla-, y, lo más importante: relajarse e intentar disfrutar.

Siempre envidié la respuesta que reciben los actores de teatro: ese aplauso, esos rostros conmovidos que ven cuando saludan al público. Si la actuación fue buena, el aplauso es sincero, emocionado; si fue mediocre, al menos reciben unas palmadas de compromiso. Muy mal tiene que ir la cosa para que nadie aplauda o se oiga un abucheo. Eso pasaba antes, pero ahora, si la función no nos gusta, ponemos cara de circunstancias, soltamos un aplauso tibio y emprendemos la huida, si es que no nos fuimos ya a mitad de obra. Siempre eché de menos ese reconocimiento, no para mí, pues mi autocrítica es de serie, sino para quienes realizan bien su tarea: la funcionaria que se pone en tu lugar y resume un amasijo de ordenanzas en dos frases que te facilitan una gestión; el conductor de autobús que te ve correr y te espera; la empleada de tintorería que empatiza con tu nulidad planchatoria y te sonríe? El día debería estar lleno de momentos de aplausos; los buenos trabajadores se merecen bastante más que un simple «gracias».

Pero lo que de verdad echo de menos hoy, después de ver la reacción de algunos cuando vienen mal dadas, es la capacidad de colapsar la vida urbana. Tomemos al pequeño autónomo, por ejemplo, que desde hace años vive con el barco laboral haciendo agua y los ingresos menguantes. Si en caso de conflicto sólo mama el que llora, o el que chilla, o el que perturba, ¿cómo hará oír su voz nuestro buen autónomo? ¿Cómo puede protestar? ¿Sale a la calle un día gritando «¡guerra, guerra, guerra!», o amenaza al aire a lo Escarlata O'Hara diciendo que la cosa va a ponerse muy malita si su reivindicación no se atiende pronto? Y, sobre todo, ¿cómo vencerá las limitaciones que le impone la Física cuando, guiado por un legítimo afán de denunciar su situación, intente bloquear, él solo, la avenida principal de su ciudad?

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