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Brutal

Regular o no desregular, he ahí el dilema. Frente a la duda, se desregula lo grande y se regula lo pequeño. Nos viene a la memoria el momento histórico en el que se desreguló la aviación comercial. Por nosotros, las autoridades dijeron que lo hacían por nosotros, para que la entrada de la competencia bajara los precios y pudiéramos viajar por cuatro euros. El resultado es que nos sacan los cuatro euros sin llevarnos a Mallorca. Los aeropuertos son una lotería. Con las huelgas, hay familias que este verano se han quedado en tierra, aunque por cantidades ridículas, eso sí.

-Un chollo, fíjate, cuatro billetes de ida y vuelta a Copenhague por menos de cien euros.

-Pero si os quedasteis en el aeropuerto por el paro del personal.

-Vale, vale, pero aun así sigue siendo barato. Menos de cien euros.

La competencia a veces mata. En Nueva York los taxistas se suicidan desde la entrada de Uber. No es broma, ha salido en los papeles: se pegan un tiro porque compraron sus licencias a precios de oro gracias a créditos que ahora no pueden devolver: ellos están regulados y Uber está desregulada. Ocurre lo mismo con los taxistas de Madrid o de Barcelona, que han de atenerse a unas normas que no se les exige a las empresas multinacionales, respaldadas por el gran capital. El top manta está regulado. Amazon, no. Esa alcoba que la viuda alquilaba a los turistas para sacarse un sobresueldo está ahora en vías de reglamentación. La anciana ha de reconvertir su domicilio en un piso turístico, para lo que necesita un extintor de incendios. ¿Pero dónde se compra un extintor de incendios?

Todo esto parece una versión de aquello que consistía en socializar las pérdidas y privatizar los beneficios. La diferencia entre los pobres y los ricos es que los ricos viven sin regla alguna. Los pobres pueden viajar por dos duros, sí, pero cuando llegan al aeropuerto les han suspendido el vuelo y no pasa nada porque Ryanair va por libre: ni siquiera piensa pagar las indemnizaciones. Los triciclos turísticos, en cambio, están sometidos a una normativa brutal.

Hastío

En la Gran Vía de Madrid hay mendigos que viven al aire libre, como si la calle fuera un dormitorio. Tienen colchón, colcha y diversos objetos de uso cotidiano tras los que se fortifican. También, casi siempre, un perro o dos que les proporcionan calor y sirven de reclamo para pedir limosna. A la gente le da menos apuro ayudar a un perro que a un ser humano. De vez en cuando un grupo de voluntarios de una ONG se acerca a ellos, les ofrece café caliente o caldo, les pregunta si necesitan algo. Cuando esta escena ocurre cerca de mí, me detengo a escuchar la conversación entre los indigentes y los jóvenes solidarios.

-Necesitaría un armario -dijo el otro día un mendigo.

-¿Un armario? ¿Para qué? -preguntó una solidaria.

-Para meter todo esto -concluyó el hombre señalando los objetos que lo asediaban.

Seguí mi camino intentando hacerme cargo de la nostalgia del armario. Llegué a casa, abrí el de mi dormitorio y empecé a sacar trastos de la parte de abajo. Aparecieron un par de botas camperas con las suelas despegadas, que no usaba desde hacía treinta años. Luego encontré, todavía embalada, una botella de cristal que compré hace una eternidad en Copenhague para un amigo que falleció antes de que tuviera la oportunidad de entregársela. Era de vidrio soplado, con incrustaciones de papel de oro o algo semejante. Con el tiempo se había convertido en la botella del náufrago. Pensé que si mi amigo estaba muerto, debería estar rota, de manera que la hice añicos y la llevé al contenedor de vidrio. Luego me deshice también de las botas camperas con las suelas despegadas. Decidí ir vaciando el armario día a día, semana a semana en la idea de que a medida que fuera haciendo hueco en su interior, haría también hueco dentro de mí.

El hueco fue creciendo, pero no de una manera práctica, como para hacer sitio a nuevos objetos o a nuevas sensaciones, sino como una experiencia existencialista provocadora de una angustia nueva. Más que un hueco, parecía un agujero. Dejé, pues, de vaciarlo y comencé a llenarlo de objetos inservibles hasta que yo mismo me sentí llenó de hábitos inútiles. Ayer pasé por la Gran Vía y el mendigo del armario había desaparecido.

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