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De muertos y vivos

Cuando peregriné la primera vez a Compostela apenas tuve tratos con media docena de peregrinos. Entre ellos estaba Corinna una moza que se movía con la audacia de una cabra en los riscos. Veinte años después había tantos refugios, hospitales y albergues como en la edad media (en el hostal de Burgos cabía un batallón en cada dormitorio comunal), albergues más limpios y gratos que los de la edad de las doncellas y los dragones.

Por la rúa de un pueblo de la senda de estrellas le deseo buen camino a familias completas, parejas de franceses, cuadrillas que son una macedonia de lenguas y países. Un portugués se interesa por las distintas acepciones del adjetivo pendiente y su relación con el sustantivo pendencia. La sesión filológica (a fin de cuentas soy valenciano) me provoca más curiosidad de lo que esperaba, pero es tan preguntón y su compañero tan paciente que yo casi lo hubiera tirado, al portugués, al río que corre por su izquierda. Como sufro el síndrome Zelig tiendo a comportarme como se espera de mi según la circunstancia por lo que les dedico a unos japoneses una reverencia que no se la salta ni el emperador.

Ya en Santiago, quedamos en la plaza de Quintana, pero en Galicia todo tiene pliegues y recovecos y su ciudad santa, más. La vendedora de pipas me informa que hay una Quintana dos mortos y otra, dos vivos. En la de os mortos había un viejo cementerio. Un recorrido nocturno nos informa del éxito universal y apoteósico del turismo. Santiago es una cordillera de arcos, bóvedas, nervaduras, torres y cimborrios que le otorgan una naturaleza vagamente hindú. Una cueva de granito sin tiempo ni memoria como en los estados de posesión, un condensador de energías amasadas con piedra. Fluyen peregrinos por todas las calles minerales, calles de plateros y de artesanos del azabache.

Santiago se sumerge en su ensueño y rebrota en los acantilados de Fisterra. En las últimas rocas de Europa los peregrinos dejan sus arreos (sombrero y bastón) en las hendiduras del granito que miran al océano. Comemos como mandarines en O Centolo.

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