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La transmisión del fuego

El peligro derivado de considerar la juventud como un valor determinante en la vida pública

Tras la muerte de Stalin y la celebración del XX congreso del PCUS (aquel en el que, a puerta cerrada, se leyó el informe secreto de Kruschev denunciando los crímenes estalinistas), un grupo de «jóvenes turcos» decidió hacerse con el poder en un, todavía por aquel entonces férreamente estalinista, Partido Comunista de España en la clandestinidad. Fue ésta una lucha a muerte, oculta bajo todos los rituales y ceremoniales propios de los partidos comunistas de la Guerra Fría, en la que aquellos jóvenes, capitaneados por Santiago Carrillo y sus lugartenientes Claudín y Semprún, se enfrentaron a la vieja guardia del partido, con Dolores Ibárruri y Vicente Uribe a la cabeza, que venía dirigiendo los designios del comunismo patrio desde los tiempos de la II República y de la Guerra Civil.

Así, cuando el 5 de abril de 1956 se abre en Bucarest el pleno del Buró Político del Partido Comunista de España, el astuto Carrillo ya había pactado entre bambalinas con Dolores Ibárruri la defenestración del hasta entonces número dos en la nomenclatura del partido, Vicente Uribe.

Lo ocurrido después es de sobra conocido, Pasionaria siguió manteniendo formalmente la secretaría general hasta su dimisión, apenas tres años después, mientras que el partido pasó a ser dirigido «de facto» por el joven Santiago desde París, poniendo fin, de este modo, a décadas de gerontocracia.

Resulta, pues, evidente, aunque sólo sea por razones puramente biológicas, que los jóvenes están siempre llamados a ocupar el poder, desplazando para ello a las anteriores generaciones que les precedieron. Sin embargo, yo que soy ya lo que los franceses denominan un «ancien combattant», me permito hacer dos consideraciones al respecto; la primera es que la juventud aparece hoy como un valor en sí mismo a la hora de ejercer la política y la segunda y definitiva es que muchas de las disputas políticas que son de naturaleza ideológica aparecen hoy bajo la forma de "disputas generacionales": la nueva política contra la vieja. Y, sin embargo, en política, juventud no es, ni mucho menos, sinónimo de progresismo, ni en las ideas ni en los comportamientos. Vean, sino, las propuestas del joven Pablo Casado, flamante presidente del Partido Popular, el cual, a sus 37 años, defiende planteamientos en materia de aborto, familia o educación, que hacen las delicias de los sectores más conservadores de la sociedad. Nos encontramos así con un joven líder que, con el argumento de que son unos «carcas», descalifica a los defensores de la memoria histórica, acusándolos de ser unos «pesaos», al volver una y otra vez a «las fosas de no sé quién» y a «la guerra del abuelo», y ello en vez de mirar al futuro del país, como hacen las nuevas generaciones que él representa. Y yendo al otro extremo del espectro político, contemplen, en fin, las formas y maneras exhibidas, a la hora de resolver sus cuitas internas, por una formación que nació al albur del 15M con la promesa, por parte de sus jóvenes dirigentes, de romper con la forma de actuar en política de sus mayores.

Ciertamente, el mayor peligro derivado de considerar a la juventud como un valor determinante y decisivo a la hora de actuar en la vida pública radica en lo que Ortega y Gasset bautizó, en su ensayo de 1919 Adán en el paraíso, como «adanismo político». Efectivamente muchos de estos jóvenes se lanzan a la política incubando ese síndrome de Adán que les lleva a pensar que antes de ellos no hubo nada. Lo cierto es que el problema no es nuevo. Ya en 1917, Lenin hablaba del peligro del adanismo, el infantilismo de todos aquellos que llegan a la política denostando todo lo hecho anteriormente. Y así, cargados de buena voluntad y con una total carencia de cultura política, banalizando, por ello, una actividad tan compleja y noble como es la gestión de lo público, todos estos jóvenes crean una visión dual en la cual, en una parte de la sociedad están los que piensan como ellos, los puros, mientras, en el otro extremo, se encuentra el resto de la humanidad, a quienes califican como defensores de los privilegios, miembros de la casta o tradicionalistas y retrógrados, desconociendo en el fondo que, tal y como señalaba el gran Chesterton, «la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas».

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