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El propósito de enmienda

Hay dos películas que, a pesar de los años, tienen la cualidad de mantenernos en vilo y al borde de un ataque nervios: «Arde Mississippi» y «Acusados». En la primera, dirigida por Alan Parker, dos policías del FBI, interpretados por Gene Hackman y Willem Dafoe, investigan el asesinato de tres activistas pro derechos civiles en un pueblo en donde el Ku Klux Klan campa a sus anchas. En Acusados, de Jonathan Kaplan, una fiscal comprometida hasta la médula e interpretada por Kelly McGillis, no se rinde ante un primer fallo judicial que absuelve a un violador y decide sentar en el banquillo a los amigotes que incitaron, jalearon y permitieron la asquerosa violación a una maravillosísima Jodie Foster. Las películas son objetivamente buenas, pero tienen un algo que las hace sublimes. Sus finales. Se hace justicia y los miserables, racistas, violadores y cómplices reciben su merecido. Siempre nos quedará la ficción.

En la vida hay un momento en el que todo está por construir. Cuando parece que todo es posible y creemos que tenemos habilidades y capacidades para ser bomberos, médicos, actores, carpinteros, astronautas o policías. Niñez, divino tesoro e infinitos sueños por cumplir. Esa etapa en la que lo único importante es despertarse en un lugar seguro, acompañados de las personas que nos quieren, nos cuidan, nos protegen y nos tratan con respeto, bondad y ternura. Salvo que te encuentres con un depredador que quiebre tu vida. Los casos de pederastia desvelados por inmensos periodistas y cometidos por curas de la Iglesia católica en Estados Unidos, Chile, Irlanda y un largo etcétera son el terror. Porque la violación y el abuso son, en sí mismos, actos deleznables y repugnantes. Porque quien le hace daño a una persona, máxime si ésta es vulnerable como lo es un niño, es un monstruo y porque si quien lo comete abusa de su autoridad espiritual y, además, es integrante de una institución que es el refugio emocional de millones de personas, entonces todo se convierte en un infierno abominable.

Muchos seguimos de cerca los gestos del papa Francisco durante su visita a Irlanda. Su primer ministro, Leo Varadkar, se convirtió en el anfitrión que los ciudadanos merecemos. Un defensor de las víctimas. Recordó que las heridas siguen abiertas, el horror de los delitos y exigió justicia. El Papa pidió, nuevamente, perdón. Ha hecho más que sus antecesores, pero ojalá actuara con más contundencia. Él y todos los integrantes de la Iglesia. Si esto fuera una película tipo «Arde Mississippi» o «Acusados», haría tiempo que los malos (que desgraciadamente son más de los que imaginábamos) habrían dejado de esconderse y de ser trasladados impunemente de parroquia en parroquia, serían expulsados de la Iglesia y juzgados como cualquier hijo de vecino. Los delincuentes cumplirían una pena proporcional al delito cometido y se castigaría a los que, con su silencio, cobardía y connivencia, han sido cómplices del daño y de tantas vidas truncadas. Caiga quien caiga. Además, a las víctimas se les pediría sinceramente perdón y recibirían la ayuda psicológica y económica necesarias.

Los requisitos de la buena confesión son el examen de conciencia, el dolor de los pecados, el propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Pues eso. Ése sería el principio de un buen final para esta película espantosa.

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