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De aventura

Necesitada de emociones fuertes como antídoto a las que, por razones propias de la profesión, tengo que hacer frente durante los meses de obligaciones laborales, el de vacaciones me lanzo a la búsqueda de la aventura como un gato a una lata de sardinas. Así, año tras año desde que tengo uso de razón y posibilidades de pagarlo a plazos, elijo con lupa destinos exóticos, lugares alejados y países en los que cualquier parecido con el nuestro sea pura coincidencia para disfrutar del contraste y de lo venga. Pero no siempre la realidad está a la altura de las expectativas. Donde te esperabas encontrar un terreno escarpado de imposible acceso para hacer de su conquista toda una proeza de la que chulearte después resulta que te enfrentas a menos dificultades que en unas escaleras del Corte Inglés. O estás expectante para sentir en toda su intensidad el mal de altura y así poder fardar a la vuelta de sus efectos y resulta que el mareo del último gintonic superó con creces el vahído del lago Titicaca. ¡Qué desilusión!

Este año, espoleada por todas las leyendas y realidades que rodean el país, me lancé de cabeza a México. Pero nada. Apenas un temblorcillo de tierra pero ni rastro de erupciones volcánicas ni de levantamientos indígenas ni de balaceras entre grupos narcos que llevarme a la boca. Resignada a la rutina hasta el próximo agosto el destino hizo que esta semana tuviera que viajar entre Alicante y Valencia en tren. Casi una hora de retraso en cada sentido y la incertidumbre de no saber si iba a llegar a la cita que tenía a la ida (que no llegué) y a la comida que había concertado a la vuelta (a la que me presenté a los postres). Gracias, Renfe. ¡Esto sí que es aventura!

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