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Examen a la universidad

La saga de los másteres, TFMs y tesis nos lleva entreteniendo durante semanas. La tónica general parecía, hasta hace poco, cuando el asunto afectaba a Cristina Cifuentes y Pablo Casado, seguir una misma estrategia: mantener el prestigio de la universidad y achacar al PP la culpa de haber introducido la corrupción en ella. Después, reducirlo a una gestión dolosa del instituto de Enrique Álvarez Conde. El caso del máster de Carmen Montón rompería ese argumentario, al implicar a una política del PSOE, y centraba exclusivamente la mirada en la Universidad Rey Juan Carlos. Con la discutida valoración de la tesis de Pedro Sánchez, lo que se pone en tela de juicio es la posible banalización de los títulos fruto del tráfico de influencias y, en general, la falta de honestidad de los cargos públicos en la redacción de sus currículos. Una mancha de aceite que se va extendiendo con intereses partidistas pero que sigue obviando el profundizar en el verdadero meollo de la cuestión. Es la propia universidad la que debe ser analizada, pues, independientemente del valor académico y la honradez de sus docentes, si un sistema es corruptible es porque guarda en su seno la semilla de la corrupción, porque algo falla en la transparencia con que se evalúa el criterio del mérito y la capacidad. El problema no es que algunos puedan valerse de sus relaciones para obtener privilegios, sino la estructura que hace posible esto.

Las diversas leyes de ordenación y autonomía universitarias, que, en principio, debían velar por su independencia frente a posibles presiones de la Administración política han dado lugar a una opacidad que se pretende intocable, propiciando lo que en muchos casos, sin exageración, podemos definir como un sistema feudal de servidumbres disfrazado de progresismo. Endogamia, nepotismo, amiguismo, plazas diseñadas ad hoc€, no son excepciones, sino frecuente regla normalizada. En definitiva, se ha generado una casta privilegiada en la que un catedrático o titular puede concentrar su docencia en unos pocos meses, teniendo libre el resto del año -¡recordemos que la población trabaja 8 horas al día!- mientras se descarga la docencia en profesores contratados por sueldos irrisorios, precarizando al límite a los investigadores. El resultado es una carrera académica que depende de servilismos inconfesables. En esa coyuntura, la verdadera labor de investigación excelente de tantos profesores se entremezcla con el fraude de tantos otros en producciones romas de corta y pega, o que se benefician de las aportaciones de sus subalternos.

El plan de Bolonia ha devaluado los títulos universitarios, gran parte de lo que se impartía en el quinto año de las antiguas licenciaturas se ha diversificado en caros másteres, lo que introduce una injusta selección económica. El paro juvenil hace que muchos estudiantes acumulen un máster tras otro, en espera de una mejor opción profesional que nunca llega y que devalúa las propias titulaciones. La proliferación de universidades privadas rompe la uniformidad de los niveles de exigencia y las liga al poder adquisitivo. El cum laude de las tesis se generaliza abaratando la noción de excelencia. Los tribunales que las juzgan se conforman según criterios de cercanía y amistad.

Y alguno me podrá decir que esta deriva es propia de la naturaleza humana, cierto, pero para eso están las leyes, para que en la administración, en la política, en la educación€ podamos establecer normas de transparencia que eviten las pequeñas o las grandes corruptelas. Nos jugamos algo muy importante: la credibilidad de las instituciones, el reconocimiento del trabajo bien hecho, la ilusión y el esfuerzo de las jóvenes generaciones a las que no se puede estafar.

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