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Puigdemont y el Nobel de la Paz

Ayer se anunciaron los ganadores del Premio Nobel de la Paz correspondientes a este año. Finalmente, el expresident de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, no se hizo con el galardón. Su figura había alcanzado cierto relumbrón nobelístico en los últimos días, al aparecer muy bien posicionado en los pronósticos de varias casas de apuestas, de los que se hizo eco la revista Time (interesada, más que en Puigdemont, en figuras como Donald Trump o Kim Jong-un, también entre los favoritos). Quizás algunos próceres del procés se han dejado estos días sus ahorros en apostar por Puigdemont, o tal vez sea a iniciativa del gobierno belga, capaz de todo con tal de dejar a España en mal lugar. Pero, sea como fuere, las apuestas no se confirmaron y Puigdemont se quedó a las puertas de la gloria.

Lo que resulta indudable es que Puigdemont, y el independentismo catalán en su conjunto, han avanzado posiciones este año en el plano internacional. Y no precisamente por los actos que llevaron a cabo hasta la descafeinada declaración de independencia del 27 de octubre, que no fue reconocida, virtualmente, por nadie (ni siquiera por ellos mismos), sino por lo sucedido a partir de entonces.

La huida de España de Puigdemont y algunos consellers habría quedado en un ejercicio de victimismo grotesco si los acusados que sí se quedaron en España no hubieran entrado en prisión preventiva. Si la acusación de la Fiscalía General del Estado, asumida por el juez instructor, se ciñese a los delitos cometidos, y no a los delitos deseados (los hasta treinta años por la supuesta rebelión). En tal caso, los líderes del procés habrían sido acusados de desobediencia, de malversación, y probablemente de nada más. Difícilmente se les habría impuesto prisión preventiva, en esas condiciones, y quizás la cosa se quedaría en multas e inhabilitación para ejercer cargos públicos, no en la amenaza de cárcel durante décadas.

En ese escenario, es interesante plantearse cómo habría evolucionado el independentismo este año sin la vergüenza, impropia de un sistema democrático como el español, que ha sido la prisión preventiva por acusaciones sin fundamento que han padecido varios dirigentes catalanes (y ya va para cerca de un año). Por un lado, parece probable que España no se habría llevado los varapalos judiciales que ha sufrido en Bélgica, pero también en Alemania, y que el independentismo catalán no habría suscitado las simpatías que ha encontrado en Europa. Por otro, cabe pensar que el apoyo al independentismo en Cataluña no se habría mantenido con la misma firmeza. O tal vez sí, dado que las posiciones están muy enquistadas; pero la forma de reducir dicho enquistamiento no puede ser aplicar un Derecho Penal del enemigo, sino aplicar la ley; la ley propia de un país democrático y civilizado.

Los apenas cuatro meses de mandato de Pedro Sánchez, acompañados de algunos gestos iniciales (la normalización del diálogo, el acercamiento de los presos, etcétera), que no implican -contrariamente a lo que dice la oposición- que el Gobierno esté vendido al independentismo, muestran claramente la erosión, si no del apoyo político, sí de la unidad interna y la coherencia del discurso independentista. Por una razón muy sencilla: dicho discurso nunca tuvo firmeza, pues se basó, desde un inicio, en una fabulación, que quedó evidenciada hace un año, cuando los líderes independentistas prometieron cosas que no podían cumplir, y además muchos de ellos posiblemente ni siquiera querían intentarlo. Era una lógica en sí discursiva, centrada en el terreno del relato, mucho más que en lo fáctico. Y, por ese motivo, apenas pudo resistir el contraste con los hechos cuando llegó la hora de la verdad.

Fue la desorbitada reacción del Estado español la que insufló nuevas fuerzas al independentismo, cargándole de razones en su relato de lucha frente a una España opresora e antidemocrática. Ese sí que es un suflé, pero hinchado desde el Tribunal Supremo y determinadas élites políticas y económicas españolas. ¡Qué les costaría tener una visión más amplia de las cosas y, por ejemplo, celebrar que esta semana un español, Carles Puigdemont, podría haber logrado el Premio Nobel de la Paz!

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