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Saturación de la ley

La división de poderes es el fundamento de la democracia. El equilibrio entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial permite que se limiten y controlen recíprocamente, si bien el mantenimiento del sistema de pesos y contrapesos es tarea ardua, dada la irresistible tendencia al desequilibrio y a la inestabilidad. En efecto, la injerencia de unos poderes en otros no es una novedad y puede llegar a convertirse en una afección constante, con el evidente riesgo de cronicidad de las interferencias. Así, la natural inclinación del poder ejecutivo a instrumentalizar a los demás tiende a manifestarse en la utilización de las Cámaras para allanar la carrera electoral del partido gobernante.

Recientemente, hemos presenciado las hostilidades desatadas con ocasión del Proyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial sobre Medidas Urgentes del Pacto contra la Violencia de Género, en cuya tramitación se había incluido una enmienda a la Ley de Estabilidad Presupuestaria para elevar el techo de gasto y facilitar la aprobación de los presupuestos, con la eliminación del veto probable del Senado. La Mesa del Congreso, la Comisión de Justicia y la Junta de Portavoces, de mayorías diferentes, no se han puesto de acuerdo sobre la legalidad de la cuestión, propiciando, finalmente, la paralización del procedimiento -que se preveía urgente- hasta que se resuelvan los recursos presentados.

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha sido vacilante en esta materia y los grupos la esgrimen a voluntad, interesadamente. Por su parte, el Gobierno, sin rubor, justifica el subterfugio por la urgencia de flexibilizar los objetivos del déficit para destinar más recursos a la Administración de Justicia y luchar contra la violencia de género.

Al margen de la batalla política, los temas en liza son, por una parte, la incongruencia de una ley que contiene enmiendas a otra de contenido diverso, lo que ha sido profusamente utilizado por todos los gobiernos -recuérdense las leyes de acompañamiento de los presupuestos-; por otra parte, el carácter subsidiario que tiene la enmienda respecto del texto a modificar, la necesaria conexión y homogeneidad entre ambos; y, finalmente, también conviene examinar si el procedimiento de urgencia utilizado altera de manera sustancial el proceso de formación de la voluntad de las Cámaras. Sobre estas y otras enjundiosas cuestiones jurídicas habrán de pronunciarse los magistrados.

El problema no es novedoso. Desde antiguo se consideraban inconstitucionales las leyes que regulaban materias diversas, sin conexión entre sí. Las denominadas leges saturae partían de una propuesta de ley comicial con disposiciones heterogéneas, medidas impopulares o que suscitaban la oposición de los adversarios políticos, juntamente con otras favorables o demagógicas, lo que facilitaba la aprobación de la ley en su conjunto. Con ello, se demuestra a las claras que en política, como en tantas otras cosas, no hemos inventado nada.

En la actualidad, la innovación consistiría en que los parlamentarios tuvieran una actitud respetuosa con la legalidad, incluso en el caso de perjuicio político; no en vano, son los depositarios de la soberanía nacional, tan maltrecha en estos días. Solo así, conscientes de su importancia, podrán soslayar aquellas pretensiones que contravengan el procedimiento establecido, o instar su modificación si es inicuo u obsoleto. Solo así podrán superar la consideración de sus propuestas como meras leyes-objeto al servicio de otros intereses y centrar su atención en el «objeto de la ley» en beneficio de la comunidad a la que representan. Para conseguirlo, deberán liberarse de la servidumbre del partido y defender su propio criterio, cosa harto dificultosa. En caso contrario, terminará por imponerse un régimen tiránico al dictado de los intereses partidistas, y la denominada partitocracia habrá sustituido irremediablemente a la democracia.

Solo cabe apelar a la reflexión, asumir lo pernicioso de los manejos legislativos con fines electorales, cejar en el intento y tener propósito de enmienda en las futuras tramitaciones. Así, sus señorías, al compás de los tiempos y cargados de razón, deberían clamar y reclamar: ¡Independencia!, ¡Independencia!, ¡Independencia!

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