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Alfons García03

Quiero creer

Stefan Zweig se suicidó en el exilio en Petrópolis (Brasil) en 1942. La foto del cadáver encorbatado con el de su esposa Lotte Altmann recostada sobre su hombro es una de las imágenes icónicas de la derrota de la razón en tiempos de barbarie, como era el de la persecución nazi. Zweig, judío austriaco de débiles convicciones religiosas y humanas contradicciones políticas, dejaba sin rematar uno de sus magníficos ensayos biográficos. El personaje elegido no parece casual: Michel de Montaigne. El solitario sabio francés le servía para conectar dos tiempos y subrayar su propia tragedia personal: la dificultad de «conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas».

No estamos hoy en los tiempos de la noche de San Bartolomé ni en la de los cristales rotos, pero hay síntomas de una polarización peligrosa de la política. Si alguien cree que este ambiente hediondo no va a acabar depurando gotas de odio sobre las calles que gire su mirada al pasado. Pienso en los sucesos de esta semana en el Congreso de los Diputados, que en lenguaje político (y al margen de exabruptos) se resumen en un mensaje de los soberanistas catalanes a Pedro Sánchez de que los puentes están rotos: que no cuente con ellos tras la petición de penas a los líderes independentistas de la Fiscalía.

La cuestión catalana lleva demasiado tiempo enquistada sin que nada, ni siquiera un cambio de Gobierno, altere este desorden de las cosas. La aritmética parlamentaria en la que estamos instalados empuja a la incapacidad de acción. Nadie tiene la fuerza necesaria para propuestas ambiciosas. Mientras tanto, triunfa el discurso a la contra (el de golpistas y fascistas) y la Justicia queda desamparada ante una situación que requiere algo más que sentencias. No es de extrañar que las estructuras judiciales crujan.

Mientras tanto, miramos a Italia, Hungría, Polonia o Estados Unidos con cierto aire de superioridad moral. El extremismo parece lejos de nuestras limpias pieles. Sin advertir que la gangrena de los problemas supura fanatismo. Pero no existen islas herméticas a la sinrazón. Menos en este digital siglo XXI. Ana Pastor ha borrado del boletín del Congreso los escupitajos verbales de golpista y fascista. En las Corts, Isabel Bonig y los suyos reparten cada semana acusaciones de amigos de los golpistas hasta que la costumbre ha hecho que ni se anote ya en las crónicas periodísticas. Tal vez el mensaje emocionado de Pastor tenga efectos también en esta esquina del mundo por solidaridad de partido.

Uno de los damnificados colaterales de este contexto de serrín y estiercol es el nacionalismo moderado. Hoy se identifica este concepto político con el identitarismo extremista. Parece que no hay más que este porque la simplificación y el fanatismo se necesitan. Miren a Compromís, con evidentes dificultades hoy para reconocer sus orígenes, al menos en su cúpula y en su discurso oficial. Quizá sea una antigualla intelectual, nostalgia de esencias evaporadas en pro del pragmatismo, pero en territorios como el valenciano el nacionalismo (moderado, si hace falta repetirlo) ha sido una vacuna eficaz contra la uniformización y el aplastamiento de las raíces históricas.

Quizá acabemos buscando la torre del aislamiento voluntario de Montaigne, allí donde no estarán Gabriel Rufián y otros tantos que se pierden en los arrabales pestilentes del lenguaje. «El sabio en una época de fanatismo busca la retirada y la huida», escribió el viejo Zweig derrotado (quiero pensar) física y moralmente. Pero quiero creer que queda capacidad de reacción, que existe una mayoría cuyo silencio no significa adocenamiento ni mucho menos aprobación del desorden de las cosas. Lo dicho: quiero creer.

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