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No volvamos al pasado

Todo empezará con una media sonrisa, un brillo de ojos, un intercambio de miradas furtivas. Un «qué guapa estás hoy», un andar solícito mostrando fascinación por los asuntos de ella, ofreciendo su apoyo, la apariencia de interés dosificado, un tira y afloja suave, de cortejo de manual. Durante un tiempo él mantendrá a raya sus complejos, atrincherados entre las vísceras, a la espera de encontrar alguna razón ajena para alimentarlos. Período de prueba.

Obrará la química, disfrazada de deseo y surtirá el enamoramiento, o lo que sea. Y un lazo invisible trenzará el pacto entre los dos, porque yo te he perseguido y ahora merezco que no puedas vivir sin mí. Luego vienen las señales, piezas que no encajan en el concepto de respeto. Un desaire seguido de una disculpa y más tarde, un desdén detrás de otro ya casi sin excusas. Y reproches.

Ella pensará que todo es extraño, que si le quisiera bien le haría bien. Él, minuciosamente, con su alquimia depredadora, irá derribando esa prestancia a pedradas de desprecio, sembrando la duda y reconstruyéndose a la vez un resquemor que es fruto de su propia inseguridad. Solo así se siente fuerte, pero no hay combustible que sacie ese ego infértil.

A la enésima tentativa, ella sacará fuerzas para decidir que eso no lo quiere, que vive engañándose. Que él no cambiará, pero que acabará cambiándola a ella. Y se elige la primera, antes que todo lo demás, y se aleja. Pero él no se lo pondrá fácil. Si no eres mía no serás de nadie, una lava volcánica se arrecima en sus arterias procedente de cada punto remoto de su cuerpo y siente deseos de anularla, de inflingirle un daño profundo y definitivo, de infundirle el más absoluto terror, ese mismo miedo al desconocimiento propio, la certeza de no poder completarse sino a costa de debilitar a otros. Algunos no aprenden a amarse.

Una historia así estará amaneciendo cada día en el mundo, cerca de usted y de mí. Es la semilla de muchas tragedias que no son noticia si no acaban en muerte, aunque vayan propinando dosis tras dosis un sufrimiento hondo, desgastador. El cuento del príncipe azul es más viejo que la pana, dudo que alguien con dos dedos de frente haya llegado a creer en él alguna vez, pero desde luego ya no convence ni un ápice. Durante generaciones hemos sido conscientes de que el amor no era eso, aunque algunas de nuestras madres, y las suyas, y las que vinieron antes, lo descubrieron tarde y no tuvieron la suerte de frente; hace un par de generaciones, en este país, repudiar al marido era punible por los tribunales y por el catecismo, aunque en casa ardiera el mismísimo fuego del infierno. Hoy el viento empieza a soplarnos de cara y nos reconoce el derecho de no tener que soportar ataduras que mutilan o que matan.

Las mujeres ya no callamos, pero ¿cuántas de las órdenes de alejamiento dictadas sirven realmente para crear una burbuja de seguridad alrededor de la víctima de un maltratador, de sus hijos, de sus seres queridos? ¿Cómo se reconstruye alguien que ha sido sometida a un acoso, a las amenazas, al terrible impacto del miedo ajeno? ¿Cómo se sale de casa, se rodea una de gente y tiene la absoluta certeza de que no va a pasarle nada malo? La violencia machista tiene muchas caras, no es solo cuestión de manadas de cafres. Denunciar no puede convertirse en una temeridad, pero con los juzgados especializados desbordados por la falta de medios y una plantilla policial insuficiente para garantizar la protección de las mujeres expuestas a maltrato, delatar a un agresor es casi un acto de valentía. No desandemos el camino. No hagamos que vuelva a ser una excepción.

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