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A vuelapluma

Alfons Garcia

Lola y Martín

Lola levanta los ojos hacia él. Deben de tener la misma edad biológica, aquella en la que el tablero de la vida ha tomado ya la cuesta abajo, y comparten una misma misión: sobrevivir y masticar alguna alegría de vez en cuando («Mirá que si gana Boca»).

Hace frío esta tarde de sol y más en este pasadizo céntrico al que Martín la he cogido gusto últimamente. Martín sabe de marketing lo que le ha enseñado la vida y reparte ya felices navidades a los viandantes cuyo ojo curtido identifica como almas caritativas. Sabe que la mala conciencia después de dejarse un saco de plata en regalos afloja los bolsillos solidarios del personal. «Se llama Lola», dice con una sonrisa al peatón que deja unas monedas en la funda del violín y dedica unos minutos a mirarla, cubierta con una manta que algún día fue blanca.

Martín necesita poco para contar. Estuvo en una orquesta, allá al otro lado del Atlántico, «demasiado lejos». «Nada del otro mundo, no se vaya a pensar». Se ajusta los mitones y baja la vista y la sonrisa. La vida se jodió, dice sin más explicaciones, y acabó a este lado del paraíso sin familia y casi sin aliento, pero con violín. Martín sabe poco de papeles. Tuvo varios trabajos sin necesidad de documentación. Hasta que llegó la crisis y desempolvó el violín. Así malvive. Con Lola como compañera de miserias. «Qué carajo, nadie es perfecto, como decían en la película».

Martín no sabe nada de Vox, ni falta que le hace, ni del auge de la derecha populista, ultraderecha, ultranacionalismo o como quieran bautizar al invento, aunque Martín y todos los inmigrantes ilegales sean una de las grandes anclas con las que ha amarrado en nuestras vidas en este hosco preinvierno.

Hay mucha indignación detrás de Vox. La rabia de los que en cualquier barrio oyes decir que las ayudas sociales son más fáciles para los extranjeros (las falacias extendidas son la gran verdad de estos tiempos de internet) y la rabia de los que no entienden que algunos hijos de aquello que siempre han considerado una parte de España quieran largarse a las bravas. Es la rabia de la infelicidad de un mundo áspero donde cada vez es más difícil ganar.

Habrá muchas más razones para Vox (extractar 400.000 votos en diez líneas es uno de esos absurdos que se pide a periodistas y analistas), pero pocas de más peso que la indignación. Me gustaría pensar que los independentistas catalanes no van a volar más puentes y se pueden construir caminos de diálogo bajo la premisa, como hace cuarenta años, de que nadie tiene razón y de que la palabra verdad contiene demasiado plomo en estos tiempos líquidos. Pero los mensajes que llegan desde más al norte no son alentadores. Y el monstruo va a ser demasiado grande como para regresarlo a la lámpara maravillosa. Podría decir que esto es especialmente difícil si la bestia está empujada por la maquinaria maquiavélica del villano Steve Bannon y su estrategia de trumpización de Europa a través de las redes sociales. Pero me parece que caería en la misma trampa mental de quienes desde el otro extremo ideológico achacan la inmigración africana a Europa a las maniobras del todopoderoso George Soros. Faltan datos empíricos y constatables para sostener afirmaciones así y sobra ligereza.

Aquí, por esta esquina fría donde Martín rasga el violín, da la impresión de que las derechas (así, en general, de mayor a menor gradación) van a echar el resto para activar la vieja batalla de València por la vía del (presunto) adoctrinamiento catalanista en las aulas. Es tiempo para el Botànic de atemperar y evitar aristas. De la polarización y la radicalización social ya se ha visto en Andalucía, Cataluña o Francia quién gana más. «Sobramos perdedores, ¿verdad, Lola?», filosofa Martín.

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