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Matías Vallés

La encerrona de la manada

Diga sin pensarlo quién gobernaba España hace catorce años, o qué hacía usted exactamente catorce años atrás. Si no puede desentrañar ese margen con inmediatez, quién se atreverá a distinguir con precisión de escalpelo entre condenas de nueve y de catorce años de cárcel. Por tanto, el problema con las condenas a las cinco bestias de La Manada nunca estuvo en la duración del castigo, sino en el lenguaje aborrecible del voto particular de la Audiencia de Pamplona. La enmienda a la totalidad de ese texto vejatorio ha surgido de dos jueces del Tribunal Superior navarro, que han acertado con la expresión exacta de lo ocurrido al disentir de la mayoría. Los salvajes «tendieron una encerrona a la víctima».

Palabras como intimidación, suspensión de la voluntad o prevalimiento eran indeterminadas por académicas, veladuras de la situación real en un vademécum jurídico. La racial «encerrona» grupal de cinco machos a una mujer en un cubículo de apenas tres metros cuadrados no solo atestigua la flexibilidad del idioma, también cambia radicalmente la percepción de lo ocurrido, disipa las últimas reticencias. Es tan eficaz, que los dos autores del voto particular no hubieran necesitado añadir que la víctima contaba con una «prácticamente nula posibilidad de huir o escapar».

Miles de análisis, incluidos los judiciales, y costaba encontrar el vocablo óptimo. «Encerrona» no es un término de pancarta, no recurre a la exageración para ahincar la barbarie y preserva incluso la dignidad residual de los autores. Sin embargo, tampoco permite la evasión, supera en impacto al vídeo grabado por las bestias. O mejor, es la síntesis muy profesional de los magistrados tras el visionado. La encerrona define la maniobra para obligar a alguien a actuar en contra de su voluntad. Y además permite pasar del abuso a la agresión. O de los nueve a los catorce años, para quienes se empeñan en saberlos distinguir.

El futuro está mal repartido

La acusación falsa es el peor de los crímenes, porque impide perseguir todos los demás. Por ejemplo, se culpa a los políticos de inmediatez o cortoplacismo, cuando el peligro más acuciante es el peso creciente del futuro. Las elecciones andaluzas eran un aperitivo de las generales, preocupa el porvenir del planeta, de la Constitución, de la monarquía. La actualidad se consume a tal velocidad que por fuerza ha de invadir campos limítrofes. Aunque se empeñen los nostálgicos, el pasado de las efemérides efímeras es aburrido, salvo que se reinterprete futurista en Juego tronos. Por tanto, lo que va a ocurrir ha sustituido a lo que ocurre. El trabajo es solo un pasaporte hacia la jubilación, la política se reinterpreta en compañía aseguradora centrada en estimar y resarcir de riesgos no materializados. En Navidad se planean las próximas vacaciones de verano, y viceversa. El grado sumo de inteligencia remite a la prospectiva, pese a que la única evidencia de la historia de la humanidad es que ningún humano supo predecir el futuro. El ciberprofeta William Gibson no se refería estrictamente a esta invasión de la realidad al avanzar que «el futuro ya está aquí, solo que está desigualmente repartido». Una cita gana en valor cuando puede aplicarse a un ámbito inesperado. La economía está en desuso. En vez de preguntarse por el nivel de riqueza, el ciudadano del XXI avanzado se preocupará por el futuro disponible. No en la cantidad que mide el reloj, sino en la intensidad de porvenir a su alcance. Circulan ya algunas estimaciones. Según el patrón de Uber, el nacimiento en el centro de la ciudad o en el extrarradio determina la suerte futura con mayor fuerza que criterios de orden materialista. Mientras los chacales explotan lo que todavía no ha sucedido, esta huida perpetua ha dejado un gran espacio libre. Se llama presente, a veces hoy. No se deja atrapar, pero puedes disfrutarlo si te relajas.

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