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Matías Vallés

Chalecos suicidas amarillos

La prenda más anacrónica se reivindica con un furor inesperado. El chaleco provoca escalofríos por su asociación mortífera con el terrorismo yihadista. Estos suicidas de corto alcance han sido desbordados por los chalecos amarillos, que han provocado un pánico más difuso y peligroso, pero con el mismo desdén hacia la propia supervivencia. La reacción en Francia contra la subida de doce céntimos en el impuesto a los carburantes, disfrazada de un loable objetivo medioambiental, demuestra que los chalecos suicidas también se presentan en colores chillones.

En la guerra abierta en Francia de los chalecos amarillos contra los chalecos antibalas, los perdedores de la globalización y de la crisis prefieren el suicidio colectivo a resultas del cambio climático, antes que volver a pagar el grueso de las facturas asociadas a la regeneración de la Tierra. Se les plantea la ansiedad por el fin del planeta, y responden con la angustia por el fin de mes.

Con París en llamas, el New York Times se planteaba, «¿serán capaces los países de persuadir a la gente para que pague por un clima saludable?» Las exprimidas clases medias, el precariado que ha sustituido al proletariado, se niegan a sufragar a escote el freno al cambio climático. Con notorio retraso, se confirma que la salida de la crisis no admitiría ganadores y perdedores. Los artistas de la economía financiera debieron valorar que cada vez se hará más difícil ser rico, en un planeta ocupado masivamente por pobres. En esta década, los magnates decidieron independizarse de sus contemporáneos, sin advertir que necesitaban a la masa satisfecha para consolidar su status. Ahora compran a toda prisa refugios en Nueva Zelanda, esperando así escapar a la cólera vigente.

Ha surgido la palabra fetiche. Los desposeídos no han querido delinquir, a diferencia de la clase política. En la célebre película Network, la productora televisiva Faye Dunaway explica a su equipo que «el pueblo americano quiere a alguien que articule su cólera por ellos». La vigencia de este manifiesto, cuatro décadas después, explica el éxito de las versiones teatrales en cartelera en Nueva York y Londres. Sin amor en los tiempos de la cólera, el diagnóstico más repetido desde la explosión de los chalecos amarillos. Benoît Hamon, último y triste candidato socialista, declara a Libération que «nuestro deber no es arrojar gasolina sobre la cólera». El populismo inteligente de Paris Match atribuye el estallido a «un sentimiento de abandono, al mismo tiempo que la cólera».

Sobre todo, la «cólera» aparece hasta cinco veces en labios de Macron durante el primer folio de su discurso a los franceses del pasado lunes, para definir las raíces del caos en su país. Y el presidente se ofreció a participar de esa ira o a fingir su solidaridad, cuando declaró que «no olvido que hay una cólera, una indignación, y que muchos de nosotros podemos compartirla». El Estado colérico. Los amigos de identificar el auge populista en curso con los años treinta, deberían valorar la primera intervención encolerizada de un gobernante occidental en los tiempos modernos. Hasta el punto de defender «las cóleras sinceras» de sus conciudadanos, igual que el predicador islamista Al-Qaradawi apelaba a «la cólera del pueblo musulmán» para atizar la matanza que siguió a la publicación de las caricaturas de Mahoma.

En cuanto pasión desmedida, la cólera no admite matices ni adscripciones geográficas. Se desborda por definición, la voluntad de encauzarla equivale a cabalgar al tigre proverbial. La distinción presidencial entre cólera buena y mala intenta desnaturalizarla, identificarla con el colesterol de raíz común. Macron apela al principio postmoderno de desacreditar un concepto al apropiarse de su sustancia. Quién plantearía una revolución con principios adoptados por el monarca. Sin embargo, Júpiter tonante no se imaginaba suplicante a mediados de su divinización.

Hablar de cólera en una manifestación burguesa con chalecos amarillos no es una exageración, sino una simplificación. El término facilita el análisis, como al concluir sin más que Vox es el voto de la cólera. Sin embargo, el encolerizado Macron se distanciaba de los coléricos al otro lado de los Pirineos, al ofrecer a sus conciudadanos la amputación parisina. «También quiero que se plantee la organización del Estado, la manera como es gobernado y administrado desde París, sin duda demasiado centralizado desde hace décadas». Tal vez se trate del delirio de un presidente acorralado, pero resulta curioso que la descentralización francesa coincida con el frenesí centralizador español. La solución a un problema no consiste en hacer lo correcto, sino en hacer lo contrario.

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