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A vuelapluma

Alfons Garcia

Elogio del aburrimiento

No hay ya homenots. La sentencia lapidaria es de un exconseller que ahora mira la realidad valenciana, sin perder detalle, desde Madrid. Dice que la política de aquí le aburre, en comparación con la vorágine madrileña.

Dejando de lado el atentado a la igualdad, impensable hoy, que supone el elogio excluyente de la expresión homenot, vale que no existe un Blasco Ibáñez o un Joan Fuster (los valencianos que Josep Pla incluyó en su serie de sesenta homenots), tampoco un Sanchis Guarner o un Broseta, personajes capaces de revolucionar la vida social con una publicación o una declaración, pero uno, llámenlo atrevido, firmaría ahora mismo una apología del aburrimiento en tanto que sinónimo de normalidad, la que nos ha hecho falta a los valencianos durante muchos años. Demasiados.

Los tiempos (distintos) de Blasco Ibáñez, Fuster, Sanchis Guarner o Broseta fueron de alta tensión social, con episodios recurrentes de violencia, que todos sufrieron (hasta la muerte en el caso del profesor y abogado a manos de ETA), y dejaron como herencia un sentimiento de inferioridad como colectivo cuya huella aún se observa en algunos de los gestos contra la infrafinanciación.

Entre el panorama de la València de provincias de las primeras décadas del siglo, el de la sucia batalla de València de la transición y el de un gobierno de derechas que es capaz de pactar con la oposición de izquierdas una institución de paz como la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL) o uno de coalición de izquierdas que promueve declaraciones con los partidos conservadores y ambos acaban el año con alegatos por el diálogo y el entendimiento político, me quedo con estos últimos escenarios de concordia. Hay más que ganar. Si algo han demostrado los cuatro (casi) años del Botànic con Ximo Puig es que la moderación y el apaciguamiento social no son condiciones imprescindibles para el crecimiento, pero lo favorecen. Que se lo digan a las empresas catalanas que han buscado refugio en estas veredas.

El sueño antiguo de ser aburridamente europeos debía parecerse a esta realidad sin grandes crisis de los últimos años que observa nuestro ilustre exconseller desde la villa y corte, no a emular conflictos como el de los chalecos amarillos. Otro debate es si es necesario un terreno convulso socialmente para que se generen personajes históricos de relieve o si solo la distancia del tiempo es capaz de dotar de magnitud histórica a los protagonistas de tiempos tranquilos.

Pero ahora hay que hablar de símbolos, esa tentación que ningún dirigente valenciano parece capaz de resistir. Será el agua del Palau de la Generalitat. Puig anuncia que el Consell invierte 5,5 millones en adquirir cuatro bienes emblemáticos en «una ofensiva» por los símbolos valencianos. El tono, sobradamente electoral, tiene resonancias de aquel de Francisco Camps cuando buscaba las esencias patrias en Santa María de la Valldigna.

Me chirría la grandilocuencia de los símbolos y las senyeras. Entiendo que se acercan tiempos duros, que ya se están desempolvando las urnas y las derechas van a hacer frente con el tema catalán y van a intentar colgar al Botànic la etiqueta de amigos de los indepes (llevan ya tiempo en ello), así que la ofensiva de valencianía simbólica huele a operación preventiva. Una de las claves más interesantes del futuro inmediato es que se va a dilucidar si el fantasma catalán ya no asusta al sur del río Sénia o continúa siendo un valor electoral seguro para la derecha.

La cuestión es si la Generalitat necesita adquirir un castillo en Todolella, el chalé de Machado (restaurante hasta no hace tanto), un pico en las alturas y un teatro en Alicante para enarbolar la bandera de la «reconstrucción» valenciana en tiempos de infrafinanciación y apreturas. Que alguien conteste. Nuestro interlocutor en Madrid lo tiene claro: daños colaterales del aburrimiento.

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