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Julio Monreal

Una naranja y un cuchillo

Vender en Alemania a 7,90 euros el kilo de mandarinas pagadas al agricultor a 0,20 en la Comunitat Valenciana es robar, así, con todas las letras. Alguien se está haciendo de oro en este inicio nefasto de la campaña citrícola mientras los productores valencianos se arruinan y así lo están haciendo saber las organizaciones agrarias con movilizaciones y acciones de protesta ante distintos foros.

No es Sudáfrica la que tiene la culpa. En ese país producen cítricos y los ponen en el mercado donde pueden, como todo el mundo. El problema es que Europa da más facilidades a esas frutas del hemisferio Sur que a las de su propio territorio, y aún habrá más ventajas en el futuro, con la liberalización de la entrada de naranjas (la de mandarinas ya está vigente) en 2026.

Pero ese no es el único problema. Algún día alguien tendrá que analizar en detalle cómo y por qué ha bajado la cotización de la naranja, su aprecio social, en la propia Comunitat Valenciana. El creciente número de turistas es un escaparate inigualable para la promoción de la fruta que antaño fue protagonista del desarrollo económico y la exportación valenciana. Sin embargo, la naranja tiene una presencia escasa en calles y plazas, y cuando la tiene es para mal. Cada vez es más difícil encontrar, ni siquiera en plena temporada, restaurantes o bares que ofrezcan cítricos de calidad como postre. Resulta mucho más rentable ofrecer tartas, flanes y cremas catalanas de producción industrial porque por esas piezas se pueden cobrar cuatro y cinco euros, mientras una naranja no deja más de 50 céntimos. Se ofrecen papayas con naturalidad mientras a uno le miran raro si pide simplemente una naranja y un cuchillo, al tiempo que ve junto a la cafetera del local una máquina que espera la orden para exprimir un zumo con las piezas más pequeñas y arrugadas de toda la cosecha.

El relanzamiento de la naranja como uno de los principales protagonistas de la economía valenciana debe comenzar por el incremento del aprecio social dentro de casa. No se vende lo que no se trabaja bien ni se valora.

Grandes extensiones de cultivos de cítricos y una industria próspera para tratamientos y mejora de la producción y la venta generaron riqueza y desarrollo durante el siglo XX en la Comunitat Valenciana, pero naranjas y mandarinas no escaparon de la crisis general del campo español, sin relevo generacional. Cuando llegó el boom inmobiliario que hizo que se construyera hasta en las cumbres de las montañas, hacia el cambio de milenio, los que pudieron plantaron ladrillos en sus huertos y obtuvieron beneficios para retirarse a la vida contemplativa. Otros talaron sus naranjos y los sustituyeron por caquis, más rentables -aunque la fiebre del persimon empieza a bajar- y muchos más decidieron abandonar los cultivos porque no les traía a cuenta recoger los frutos ante los precios que podían obtener, dando lugar a la imagen triste de los huertos con los suelos cubiertos de naranjas en proceso de putrefacción. Más de 30.000 hectáreas de cultivos citrícolas han sido abandonadas en los últimos diez años como consecuencia de los factores generales y particulares que condicionan la agricultura valenciana. Miles de explotaciones agrarias han perdido rentabilidad y se ven hoy seriamente amenazadas, motivo por el cual la Asociación Valenciana de Agricultores (AVA) que preside Cristóbal Aguado y otras entidades representativas se han echado a las calles con chalecos no amarillos como en Francia sino anaranjados para reclamar soluciones a un sector que estima sus pérdidas de este año en unos 163 millones de euros.

De momento la Generalitat se ha mostrado sensible ante el problema. Ha aprobado una línea de ayudas de 15.000 euros para explotaciones que hayan perdido rentabilidad, ha cedido su sede de Bruselas para que sirva de base de lobby en defensa de los cítricos valencianos y ha instalado en el patio gótico del Palau, en la calle Caballeros, una máquina de zumo para que, de forma gratuita, valencianos y visitantes que acuden a conocer la sede de la Presidencia del gobierno autonómico en estos días de Navidad degusten naranjas recién exprimidas. Los agricultores piden la retirada del mercado de frutos frescos de 250.000 toneladas de cítricos, una parte de ellas con destino a la industria y el zumo, con la esperanza de que los precios que cobran los productores suban hasta alcanzar el umbral de rentabilidad.

Pero el problema tiene más aristas. El abandono de explotaciones citrícolas y toda esa fruta sin recoger revela que iniciativas como los bancos de tierra no están funcionando al nivel esperado. No tiene mucho sentido que la naranja se pudra en el suelo con el índice de desempleo existente y con miles de ciudadanos deseando gestionar un espacio en el que enseñar a sus hijos que la fruta no crece en los Mercadonas o los Consum sino al aire libre, en las ramas de los árboles. Aguado y los suyos deberían visitar el barrio valenciano de Benimaclet para ofrecer la gestión de huertos citrícolas abandonados, ya que existen organizaciones vecinales que exigen que no se construyan más viviendas en los solares existentes y que se mantengan y amplíen los huertos vallados con somieres oxidados y regados con botellas de plástico PET. Parece que hay mercado, al menos ahí.

La crisis de la naranja no se va a resolver hoy, ni tampoco mañana. La Conselleria de Agricultura que lidera la ingeniera agrónoma Elena Cebrián, una de las mejores cabezas del Consell de Ximo Puig, debe sacar adelante el plan estratégico que necesita la citricultura valenciana para recuperar el terreno que un día le dio esplendor. Pero también es una faena de todos. Que no haya plásticos en los mares empieza por no tirar nuestra bolsa. Pues con la citricultura, igual. Todo el mundo tiene su papel. ¡Una naranja y un cuchillo, por favor!

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