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Con mano izquierda

La tómbola de la vida

La influencia que el destino ejerce sobre nuestras vidas desde el mismo momento en el que venimos a este mundo es incuestionable. Cada vez que salgo a la calle, leo la prensa o escucho los informativos me duele constatar las desigualdades que conlleva el hecho de haber nacido en uno u otro país, dentro de un determinado seno familiar o bajo una concreta tesitura personal. Esta especie de siniestra lotería resulta todavía más hiriente cuando los poseedores de los boletos son pequeños inocentes cuyo futuro queda marcado para siempre en función del número que les haya tocado en suerte o por desgracia. A veces, basta con cruzar una avenida en nuestra propia ciudad para ser testigos de las abismales diferencias entre chiquillos. Mientras unos carecen de opciones para acceder a tres comidas diarias o de recursos para adquirir los libros y el material escolar, otros alardean del último modelo de teléfono móvil, al tiempo que tiran el bocadillo al contenedor porque no les gusta lo que hay dentro.

Las razones por las que fueron alumbrados son tan diversas como las que determinaron la negativa a otras gestaciones, tan distintas como los rostros de quienes les engendraron, bien a conciencia, bien por accidente. En el caso de las mujeres, el mosaico lo forman desde las que no poseen instinto maternal a las que no conciben pasar por este mundo sin vivir la experiencia de la maternidad, o las que se quedan embarazadas a la primera, o las que llevan años de intentos frustrados, o las que deciden interrumpir su embarazo, o las que son víctimas del imperdonable robo de sus criaturas, o las que conforman una familia numerosa, entre otras. En cuanto a los hombres, están los incapaces de asumir su paternidad, o los que no saben ejercerla como es debido, o los que quieren a ese bebé cuyo destino se arroga en exclusiva su progenitora, o los que tan sólo admiten hijos biológicos, o los que están dispuestos a entregar todo su amor a niños que viven en la otra punta del planeta.

A los trece días de nacer, Alba conoció la brutalidad del rechazo. Fue abandonada por sus padres «naturales» y rápidamente entró en una lista de adopción. Era una bebé preciosa, con hermosos ojos azules y suaves cabellos rubios. Sin embargo, fue rechazada por veinte familias porque nació con Síndrome de Down. Paradójicamente, un hombre la quiso sin siquiera conocerla. Luca, que se ha convertido en su papá, poseía dos condiciones que antes de 2017 lo vetaban en Italia para formar una familia: ser soltero y homosexual. Perdió a su mejor amigo con 14 años a causa de cáncer y desde entonces desarrolló una sensibilidad especial que le impulsó a dedicar su vida a ayudar a personas con capacidades diferentes o víctimas de alguna enfermedad. Albergaba asimismo la ilusión de tener hijos, si bien la ley tan sólo le permitía adoptar a niños con discapacidad severa o problemas de comportamiento.

No le importó. Recuerda que el día que por fin sonó su teléfono corrió al hospital a buscar a su hija de apenas dos semanas y que, al verla tan pequeña, tan sola y tan frágil, no pudo evitar cogerla entre sus brazos y sentir que desde aquel preciso instante sería su padre. Ahora ya son inseparables. Tristemente, existen millares de bebés que continúan siendo carne de hospicio o que están expuestos a convertirse en víctimas del hambre, la guerra y la inmigración hasta que los mandatarios de turno de este planeta deshumanizado, entre conferencias y cumbres, banquetes y recepciones, se dignen a mover ficha. La posibilidad de que el primer derecho de todo niño, que no es otro que el de tener una infancia feliz, pueda hacerse efectivo, sigue para ellos en el aire por culpa de unas directrices políticas que, lejos de protegerles, les arruinan el porvenir. Menos mal que también existen seres como Luca, que nos animan a conservar la fe en la especie humana.

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