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A vuelapluma

Alfons Garcia

Esas pequeñas cosas

Vivo en València, en el barrio de Campanar. Hace tres años, tras el cambio, el ayuntamiento remodeló una explanada de alquitrán que servía de amontonamiento de coches, la civilizó y dejó en el centro un pequeño proyecto de triángulo verde. Tres años después, esa zona que nunca llegó a ajardinarse es un erial de barro (cuando llueve), maleza y basuras arrastradas por el viento. Entre los vecinos cunde la idea de que es un problema de competencias, que ahora el asunto depende de Jardines y no de no sé qué otra concejalía, hay tantas. No es una gran historia, ni excepcional, pero contiene un cierto simbolismo, creo, de los gobiernos del cambio, apellídense Botànic, La Nau o Sant Domènec.

Quiero decir que ha habido un innegable viraje ideológico y de intenciones (buenas), pero que los ilustres votantes que el 26 de mayo deberán decir si refrendan o no el cambio tendrán también otras vulgaridades de pequeña política en la cabeza y los terminales nerviosos. Dicen que las emociones cuentan cada vez más en esta nueva política y algunos llegarán con la sensación de que no han cambiado tanto las cosas.

Quiero decir que reuniversalizar la sanidad o revertir la gestión privada de hospitales públicos son grandes decisiones políticas, pero que quien ha tenido que ir estos días a la puerta de urgencias sabe que continúa siendo una experiencia de horas de espera con la posibilidad de acabar aparcado en un pasillo. Que se han hecho nuevas leyes que han mejorado la protección social, como la de la renta valenciana de inclusión, y que, aunque ha costado, las prestaciones por dependencia están mejor que en 2015, pero no hay muchas más plazas para mayores y la atención social continúa plagada de deficiencias, como demuestra el caso de Rosario y su vida en un trastero, con distintos estamentos públicos pasándose la pelota y sin rescatar a la persona.

Quiero decir que València ha dado un paso al frente en movilidad urbana, en la línea de las grandes ciudades europeas, que estoy convencido de que los ciudadanos asumirán en el futuro como normal la transformación, pero que el funcionamiento del transporte público tampoco ha cambiado tanto, que las frecuencias de paso siguen siendo altas, que uno que trabaja en un polígono sabe que hay zonas fuera del circuito público, que el área metropolitana continúa mal conectada y que el resultado final de esa ecuación es de desazón, por decirlo sin acritud, cuando si algo amable tenía la ciudad popular era la fluidez del tránsito rodado.

Quiero decir que los que viven en barrios no creo que hayan notado una mejora radical en la gestión de las basuras, que se siguen acumulando junto a contenedores sin saber cómo ni por qué, en el cuidado de los jardines o la limpieza de calles. Que se ha trasladado a esas zonas una mayor y necesaria actividad cultural, pero que los grandes contenedores de arte no han cambiado demasiado. Han podido aparecer en los escenarios artistas que hace cuatro años lo tenían negro, pero las programaciones no han dado un vuelco espectacular de calidad y la gestión de algunos de esos recintos, como Les Arts o el Museo de Bellas Artes, con salas criando polvo desde hace años, ha seguido siendo un nido de problemas.

Quiero decir que los indicadores macroeconómicos son mejores, que el paro ha bajado más que en otros lugares, que se han desbloqueado proyectos varados, como Parc Sagunt o la ZAL, pero que albergo dudas de que el cambio haya llegado a esas pequeñas cosas que dibujan el día a día. Sé que no ha habido un gobierno en Madrid la mayor parte de la legislatura que facilitara más recursos y personal. Que podemos seguir hablando de banderas y estatutos, de conflictos territoriales y amenazas políticas, pero que, tal vez, el reto ha estado y está en la gestión de lo ordinario. Que como en el triángulo de tierra yerma al lado de casa, ha habido estrategia (urbanística, en ese caso), pero han faltado los árboles y las plantas. Esas pequeñas cosas para un tiempo de rosas.

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