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La guerra de los taxistas

De entre los numerosos artículos y reportajes que ha generado el conflicto de los taxis con los VTC, con opiniones para todos los gustos y los políticos tratando de sacar su particular rédito cortoplacista, me gustaría señalar algunos datos significativos.

El primero de ellos tiene que ver con la aparición de las limitaciones a las licencias para el ejercicio del servicio de taxi, que se hicieron necesarias en la ciudad de Nueva York tras el crash del 29, cuando una legión de trabajadores desocupados se reinventaron como taxistas con el primer vehículo que encontraban a mano.

Desde entonces, las calles neoyorquinas conviven con sus flotas de taxis, los cabs que les confieren su singular carácter, siempre regulados pero no necesariamente limitados a un único titular por licencia, antes al contrario: una misma compañía puede acumular cuantas concesiones pueda y desee adquirir.

El otro dato relevante de la cuestión tiene que ver con la emergencia que han producido las nuevas tecnologías en el sector del transporte -y lo que está por venir. Gracias a la geolocalización de los gps -un invento militar que apareció en la primera guerra del Golfo- parece que hayamos descubierto ahora los VTC, vehículos de turismo con conductor.

Pero no, ese tipo de transporte, un coche con chófer como se ha dicho toda la vida, ha existido siempre. En la misma Nueva York, hay casi tres veces más flota de ese tipo de vehículos que de taxis. En Barcelona, los propios taxistas con vehículos de alta gama -mercedes y similares- cuentan con una especie de minicooperativa que gestiona servicios especiales y ha funcionado desde hace años de modo similar a los actuales VTC.

Lo que ha cambiado radicalmente y ha propiciado el éxito de compañías como Uber y Cabify es el citado gps, gracias al cual sus vehículos pueden estar permanentemente en carga sin tener que esperar haciendo largas e ineficientes colas en las paradas de estaciones y aeropuertos.

Esa es la realidad, la aparición de la tecnología para mejorar la vida de las personas, haciéndonos ganar tiempo: No tardaremos en contar con alguna aplicación que nos cite en la caja del supermercado cuando esté libre mientras seguimos comprando, del mismo modo que los servicios de salud gestionan las consultas médicas u hospitalarias. Y eso mismo ocurre, ni más ni menos, con el transporte.

Pero, paradojas de la historia, Uber fue desarrollada gracias a Google Capital, la banca semilla del buscador multinacional, y ahora, visto su éxito mundial, la propia Google amenaza con demandar a Uber por plagiar su sistema de geolocalización Google Maps.

Contra todo esto se alzan los taxistas, un gremio mecanicista al que los tiempos, como a casi todos, ha pillado en mantillas. Se han alzado en huelga sin tener en cuenta que cuanta más ausencia de su servicio más clientes se decidirán a probar un Cabify, cuya calidad, ahora mismo, es superior a la del taxi convencional.

Obviamente, desde la perspectiva del cliente -y un servidor lleva más de cuatro décadas cogiendo taxis a diario-, no hay color. Es cierto que me he encontrado con taxistas excepcionales, gente amabilísima que sintonizaban música clásica para hacerme más agradable el trayecto o me ofrecían guías de la ciudad o un botellín de agua. Pero son los menos.

En mi memoria guardo imborrables secuencias casi mortificantes de mis viajes en taxi: la de un señor hablando sin parar de asuntos intrascendentes por la emisora de radio, citándose para almorzar, o acompañado de su pareja para hacerle compañía nocturna mientras cuchichea asuntos domésticos... Cuando no taxis que pavimentan su turismo con moquetas metálicas o hules para no desgastarlo, o atufan el ambiente con ambientadores imposibles.

No es fácil, sin embargo, crear unas condiciones de mercado que satisfagan a la mayoría sin cometer injusticias laborales y que, al mismo tiempo, favorezcan la innovación y la eficiencia. Lo cómodo es lo que han venido haciendo los políticos en esta crisis: echarse el muerto unos a otros, empastrarlo más como en Barcelona porque allí cualquier conflicto que no sea el del soberanismo se soluciona pasando página; o el caos de Madrid, donde, todo lo contrario, se han hecho los fuertes para que el conflicto le salpique al Gobierno de al lado, que es de otro color.

Visto lo cual se concluye que, irremediablemente, será imposible alcanzar la democracia gremial con la que soñó el filósofo Bertrand Russell, pero a lo mejor sería posible, si los políticos ejercieran bien su oficio, crear un capitalismo más humanizado, complejo y moderador a un tiempo.

Existe un modelo, curioso y sin duda mejorable, en las oficinas de farmacia, un modelo que universaliza la dispensación de medicamentos, pero que mantiene el suficiente nivel de competencia y limita la propiedad a un único establecimiento, el cual, en muchos casos, genera recursos para procurar una buena renta a sus profesionales. Para que funcione, la administración pública debe ser vigilante y cooperadora a un tiempo, y la legislación reguladora una suerte de código jurídico muy detallado, consensuado y justo. Así que poder, se puede: Es posible un capitalismo como el que idealizaba Frank Capra en sus películas sobre el caballero sin espada o la compañía de empréstitos Bailey.

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