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Decepción en el aeropuerto

Cuentan que el filósofo Bertrand Russell le dijo a una de sus mujeres que se había enamorado de otra persona, mientras ambos pedaleaban sus bicicletas por las calles empedradas de Cambridge. Imagino que debió decirle algo como «My dear, lo siento enormemente, pero he dejado de quererte». Como defensora que soy de la seguridad vial, tengo mis dudas sobre si la carretera es un buen lugar para dar una noticia de este calado. Aunque, en las cuestiones del amor, pero sobre todo del desamor, todos hacemos lo que podemos.

Un amigo se enorgullece de, según él, dejar a sus parejas de una manera muy civilizada. El día que nota que la cosa decae (algo que sucede a menudo), invita a la mujer a cenar y, antes de los postres, esa ruptura se ha convertido en la mejor oportunidad para una gran amistad. La realidad es que no se vuelven a ver, pero ya han superado la prueba de la despedida. Otro conocido admite que es incapaz de romper. Por eso, no lo hace. Simultanea relaciones y sus parejas, por hartazgo, acaban dejándole. Tras un divorcio movido, otra amiga ha decidido ser drástica. Cuando la cosa se enfría, desaparece. Ni contesta a las llamadas, ni responde a los mensajes. Según ella, es incapaz de enfrentarse a más conflictos en su vida. Lo dicho, se hace lo que se puede.

La semana pasada, alguien que pasaba por el aeropuerto de Melbourne captó la imagen de un chico que esperaba en la puerta de llegadas a la que presumiblemente, y hasta ese momento, había sido su pareja. Él, con una camiseta manchada, bermudas, sandalias y gafas de sol, portaba un cartel de gran tamaño con la frase «Sé que me has engañado». Se puede decir más alto pero, que yo sepa, no más claro. Me pregunto por el chivatazo e imagino los segundos después de asimilar la noticia. La incredulidad o la constatación de una sospecha. La rabia, la decepción. Y pienso en ella, en esos minutos previos a toparse con el cartel acusador. La veo empujar una maleta por el pasillo impersonal de un aeropuerto, cómo cuelga la mochila de su espalda y cómo arrastra los pies resacosos por la falta de sueño. Cómo saca su teléfono y, antes de cruzar la puerta de salidas, envía un último mensaje a la persona con quien retozó durante toda la noche anterior, o a quien besó un par de veces mientras bailaba una bachata. O, lo que podría ser peor, a ese hombre con el que habló durante toda la velada. Con el que conectó, rio y sinceró. Es más peligroso pasarlo realmente bien con otra persona, que acostarse con ella. Imagino cómo cuelga el teléfono segundos antes de toparse con la desolación de su novio. Alguien que ha concentrado todo su dolor en una frase enmarcada en una gran cartulina y que, además, la comparte con medio mundo. ¡Ay!

Las personas gestionamos nuestras decepciones como podemos. Las encerramos y jamás volvemos a hablar de ellas, nos golpeamos el pecho, echamos un par de lágrimas disimuladas, aparentamos fortaleza, vamos al psicólogo, estallamos o escribimos poemas desesperados. El pobre chico australiano inaugura una nueva modalidad: que la mitad de la población de este mundo globalizado y conectado conozca su dolor. Los usos emocionales del siglo XXI: renovarse o morir

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