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Buena onda

Cuanto peor (para España), mejor

Como muchos otros ciudadanos, no he sido entusiasta del diálogo entre el Gobierno socialista y los independentistas que gobiernan la Generalitat catalana pero sí he pensado, tal vez desde 2010, que a los políticos españoles -y también a los ciudadanos- no nos quedaba otro remedio que encauzar, con imaginación y coraje, una agitación que golpea la convivencia y los equilibrios de la democracia y la vida social.

La llegada de los socialistas al Gobierno, con los votos de los independentistas catalanes, y la apertura de unas mesas para negociar la colaboración institucional y abordar la «cuestión política de fondo» no me pareció una apuesta ganadora pero pensé que era una manera de mover lo que estaba estancado y que tenía mucha furia dentro.

Seis meses después, el estrepitoso fracaso del diálogo o negociación (según quien lo cuente) le ha dado un vuelco a la situación política del país, nos conduce a cuatro elecciones en el plazo de tres meses -la primera el próximo 28 de abril- y nos deja la sensación de que el soberanismo catalán es una enfermedad crónica de la España en la era del neopopulismo a la que nadie sabe qué remedio hay que aplicar.

El fracaso lo han provocado los soberanistas. Esa extraña conjunción de republicanos, neoconvergentes y puigdemonistas ha preferido hacer saltar por los aires un mínimo espacio de encuentro y redoblar las denuncias a España ante la Unión Europea, reafirmando su voluntad de autodeterminación y República y seguir apretando a sus electores.

Torra ha cortado el diálogo cuando ha creído más conveniente. Él, sus adláteres -y también sus camaradas y adversarios de ERC- han seguido un doble juego hasta el momento de usar la dinamita y alimentar el fantasma del victimismo y el odio contra lo que llaman la España de la leyenda negra o del régimen del 78. ¿Objetivo? Seguir sumando al cuarenta y pico de catalanes que ahora se dicen independentistas, otro veinte o veinticinco más y entonces obligar a una intervención de la Unión Europea. La élite soberanista pulsó el botón rojo del «no» convencida de que «cuanto peor (en España), mejor (para su causa)».

Pero el gobierno socialista no sale indemne. Ha cometido errores elementales como dejar que la ambigüedad del discurso y la cortesía en el trato dieran alas a sus interlocutores para vender la propaganda de que se negociaba sino la independencia sí al menos el reconocimiento de que eran los representantes de una nación completa, -incluidas las estructuras de Estado que dijeron tener a punto el 1 de octubre de 2017-, a la que solo le faltaba un referéndum. Todo para salir de la situación colonial en la que se encuentran desde 1714 según dicen a quienes les escuchan en la campaña de internacionalización que sostienen sus «embajadas».

Una confianza excesiva en que la Historia siempre recompensa a los valientes y un desprecio casi sideral de las reglas de la comunicación y del gobierno en minoría (y con una oposición enfurecida) han sido la peor fórmula para sortear las trampas del doble juego de los soberanistas.

De la catarata de comentarios del día después, dos me han llamado la atención. El del gran Iñaki Gabilondo sugiriendo un minuto de silencio antes de empezar el juicio de los doce independentistas en el Supremo, un minuto de silencio por la convivencia de los españoles, gran perdedora de cuanto está sucediendo.

Y el de Lola García, la directora adjunta de La Vanguardia que un día después de que los soberanistas le dieran el golpe de gracia a los presupuestos y a la legislatura, sugería que desde luego Torra, Puigdemont, Elsa Artadi no tenían otro remedio para salvar la cara ante sus seguidores totalmente identificados con los líderes juzgados por el Supremo.

Pero añadía que tampoco sería raro que Sánchez, con la ayuda de Carmen Calvo, hubiera hecho cuentas el viernes pasado y llegara a la convicción de que para un resistente como él no es tan malo disolver las cámaras, pasar por las urnas y sacar treinta diputados más. Aunque el resultado final de esa operación sea que España estrene su primer gobierno de coalición de derechas en la democracia del 78, como ya apuntan algunas encuestas.

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