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La capital mundial de la alimentación sostenible se transmuta en la ciudad con más olor a fritanga del universo estos días. Proliferan los puestos ilegales de comida y bebida ante la pasividad, y la ineptitud, de las autoridades municipales. Al desorden se une la competencia desleal que ejercen los puestos callejeros de aceite recalentado a la maltratada hostelería local y a las propias comisiones falleras. Poco patrimonio gastronómico ofrece València en sus fiestas grandes, un sector que habíamos quedado que era estratégico para el despegue turístico, y para acabar con el viajero mochilero que solo come bocatas en las escaleras del Mercat Central. Cuando a los falleros se les pregunta si estarían dispuestos a cambiar Sant Josep por el tercer lunes de marzo, contestan que San Fermín siempre es el 7 de julio, y que la fiesta la pagan ellos. Tienen razón, pero podían ir a Pamplona donde se come de maravilla también esos días y mientras tanto denunciar a los tenderetes ilegales de su barrio.

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