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A la contra

Dos jóvenes de aspecto alternativo se acodan en la barra de un bar de moda. «Hay que votar a Vox, no tenemos otra», le espeta el uno al otro. Su pinta no es la de unos chicos pijos, ni desclasados, no pertenecen, al menos estéticamente, a los círculos sociales que nutrieron históricamente a la extrema derecha europea de entreguerras.

Otra escena, en una pescadería de un mercado de prestigio en València. Alguien cede el turno a una señora de edad avanzada y le dan las gracias por caballero. En la conversación subsiguiente, la señora se declara profesora universitaria y votante de Vox. El caballero tiene claro que no está por el partido de Santiago Abascal y cita una de Winston Churchill como referencia: «Daría mi vida porque usted pueda expresar sus ideas contrarias a las mías». La señora desacredita al conservador británico y se aleja de la parada.

Vox, está claro, es la gran novedad y la incógnita de las próximas elecciones. El propio gurú demoscópico del Partido Socialista, José Félix Tezanos, director del controvertido CIS, lanza la sospecha sobre la existencia de un importante nicho de voto oculto pro Vox. Es la opción vergonzante en esta ocasión, la más opaca por tanto.

Pero se equivocan quienes solo ven en Vox el renacer fascista, la rehabilitación del franquismo y su nacionalismo plus ultra de zarzuela. Vox es también el voto del inconformismo, de los que observan averiados los ascensores sociales y sospechan que su vida no tiene un hermoso porvenir, de aquellos que gritan «¡que se j€!».

Hace unas semanas, el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, convocaba en el Eliseo a más de medio centenar de intelectuales para diagnosticar las causas del violento movimiento de protesta de los chalecos amarillos. Macron no es un político cualquiera, cuenta con una sólida formación intelectual y se formó como alumno de Paul Ricoeur, uno de los grandes pensadores franceses.

Pero el diagnóstico de los sabios del país vecino es difuso, y no está claro por qué ciudadanos aparentemente convencionales se han puesto a quemar los Campos Elíseos, movilizados contra la subida del precio del gasoil.

En el Reino Unido y en Italia el panorama político no está provocando desórdenes públicos pero propende a la depresión. Los británicos votaron brexit como forma de protesta, sin saber a ciencia cierta qué significaba el abandono de la UE. Más de un 80% de los británicos no entienden el bloqueo de su flemático parlamento. Lo de Italia, viene de más lejos, pues siempre ha sido difícil comprenderlo desde que se constituyó en país ficticio tras la revolución garibaldiana que, en realidad, no cambió nada de nada.

Hace apenas unos días la OCDE fue más concisa. En un demoledor informe exponía las severas diferencias sociales que se están produciendo en la fase capitalista actual. El pacto social europeo que se produjo tras la segunda guerra mundial -que en España cristaliza a caballo del aperturismo de los 60 y la transición política-, estaría quebrado: la clase media, núcleo y sustento del gran periodo de bienestar que se ha vivido, camina hacia el empobrecimiento.

Unos pocos cada vez tienen más y los mecanismos de reintegración a la sociedad no parecen funcionar. La clase política ha sido asolada por la corrupción o el clientelismo y no da soluciones: Nicolas Sarkozy prometió reformar el capitalismo y todavía le están esperando. La tecnología digital y la futura inteligencia artificial liquidan multitud de trabajos tradicionales€ Y la sociedad de consumo solo piensa en excitar las pituitarias del deseo. Las escuelas de negocio sustituyen a los filósofos. La escritura tiende al valor cero. Las bolsas de inconformes engordan y los votos se volatilizan. La expectación es máxima, y la inquietud. Demasiado público está a la contra.

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