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Julio Monreal

No es lo mismo

La Naturaleza es sabia y equilibra los ecosistemas, aunque sean los electorales. En los primeros días de la precampaña, la detención del cuñado de Rita Barberá y la investigación sobre el presunto cobro de mordidas a cambio de adjudicaciones de obras y servicios en el Ayuntamiento de València situó de nuevo al Partido Popular en el ojo de otro huracán y proporcionó a los rivales políticos munición de grueso calibre contra los conservadores. Con el comienzo de la campaña electoral formal, los quince días en los que se puede pedir el voto expresamente, la Administración de Justicia ha sido tan amable que ha levantado el secreto del sumario del llamado «caso Alquería», una investigación sobre la legalidad de siete contratos de directivos en la empresa postcorrupta Divalterra, sucesora de la corrupta Imelsa, que llevó al presidente socialista de la Diputación de Valencia Jorge Rodríguez a dormir una noche en el calabozo de la policía y a tener que hacerse a un lado en la candidatura del PSPV-PSOE al Ayuntamiento de Ontinyent, la ciudad que gobernaba con mayoría absoluta.

Naturalmente, los rivales de los socialistas (excepto Compromís, que también tiene imputados entre sus filas por este caso) han equiparado la investigación sobre los contratos de Divalterra con la corrupción de la peor estofa. Para el aspirante de Ciudadanos a la Generalitat, Toni Cantó, el caso Alquería es otro episocio de corrupción pura y dura como el que tantas veces protagonizó el PP. Munición contra el bipartidismo. Lo mismo sucede con la candidata conservadora, Isabel Bonig que conoce bien el amargo sabor de las acusaciones. Sin embargo, el PSPV-PSOE insiste, como el propio Rodríguez y su entorno, en que en todo caso se trata de una cuestión administrativa, de legalidad o ilegalidad de unos contratos. La fiscalía anticorrupción, por su parte, ha decidido considerar que los sueldos públicos que cobraron los siete directivos contratados, dos millones de euros ahora rebajados a 1,1 millones, son objeto de los delitos de prevaricación y malversación de fondos, delitos como los que llevaron a la cárcel al exconseller Rafael Blasco y sentaron y sentarán en el banquillo a decenas de dirigentes del PP valenciano, entre ellos a tres de sus cuatro ex presidentes de la Generalitat, Zaplana, Olivas y Camps.

El levantamiento del secreto del sumario ha dejado a la vista lo que ya se sabía, aunque con más detalles, como los correos electrónicos que se intercambiaban los protagonistas. La investigación confirma que el gobierno provincial que presidía Jorge Rodríguez y vicepresidía Maria Josep Amigó (por Compromís) formalizó siete contrataciones de personas de confianza para que se hicieran cargo de las siete áreas de trabajo de la empresa pública Divalterra, resultado de la refundación de Imelsa, la empresa corrompida por el que fue su gerente, Marcos Benavent, el yonki del dinero, bajo la presidencia de otro político que conoció los fríos calabozos, Alfonso Rus.

La historia política de la Comunitat Valenciana ha dejado como enseñanza que la corrupción prende mejor en los organismos paralelos que en la Administración propiamente dicha, aunque esta tampoco se ha librado de casos. Los gestores crean empresas públicas con la excusa de agilizar la actividad acogiéndose al derecho privado. En ese caldo, los plazos son más cortos; las contrataciones, más laxas; y los controles, más livianos. Ciegsa, Valmor o fundaciones de infausto recuerdo son ejemplos de ese doble juego. Rodríguez presidía la diputación cuando la policía detuvo a Rus y a otra veintena de personas en el marco del «caso Taula» y con la empresa provincial Imelsa en el centro del lodazal. Debió disolverla y recuperar para la corporación provincial todas las competencias delegadas en lo que era una institución paralela, más ágil y más opaca, pero prefirió refundarla y rebautizarla como Divalterra. Para ello necesitaba personas de confianza, y en esa operación entraron los siete directivos, que socialistas y Compromís se repartieron. Las luchas internas por el poder dentro de los del puño y la rosa y el tradicional odio que profesan los funcionarios de carrera hacia quienes llegan como asesores a las instituciones desembocaron en una cadena de correos e informes de oportunidad de los siete contratos que la fiscalía anticorrupción ha convertido en un sumario tras la denuncia inicial de dos empleados públicos y el impulso político de PP y Ciudadanos.

¿Es delito que una institución contrate a personas de confianza de los políticos que la gestionan para llevar adelante sus programas de actuación? Si lo es en la Diputación de Valencia, como en este caso, puede serlo también en la Generalitat, los ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y las Cortes Generales o el Gobierno de España. El presidente del Ejecutivo, Pedro Sánchez, en el momento en que ve su nombre publicado en el BOE adquiere el derecho a designar a centenares de personas para puestos de su confianza sin dar explicaciones. Ninguna justificación dieron Rita Barberá y Vicente González Lizondo cuando accedieron en coalición al gobierno municipal de València y lo primero que decidieron fue contratar a 40 asesores, 20 para cada uno, que les ayudaran a situarse en el ayuntamiento después de 12 años de poder socialista. Con funcionarios como los de la diputación, ambos habrían conocido también los calabozos de la Jefatura Superior de Policía.

¿Es lo mismo contratar a siete afines a un gobierno de coalición que amasar en cuentas en el extranjero más de cuatro millones de euros procedentes de mordidas por contratos públicos? En absoluto, pero la política y la información por desagracia no están hoy para explicaciones y detalles. Las sentencias se dictan en las redes sociales con inmediatez y trazos gruesos. Cuando estallan los asuntos son tratados con caracteres de escándalo. Cuando se archivan sin culpables, como pasa a veces, van al último rincón. Que se lo digan a José Manuel Orengo, ex alcalde de Gandia y principal sospechoso de un caso de financiación ilegal del PSPV-PSOE en campañas de hace una década y recientemente exonerado. O a Lola Johnson, exconsellera del PP señalada por la fiscalía anticorrupción como muñidora del cúmulo de irregularidades de la gestora de la Fórmula 1, el «caso Valmor», y liberada luego de toda sospecha, cuando ya su imagen había sido arrastrada por el lodo.

No es lo mismo, como cantaba Alejandro Sanz en 2003. La «alquería» de Jorge Rodríguez revela clientelismo político en contrataciones institucionales, en este caso con informes a favor y en contra. Pero eso ni es una novedad ni puede ser utilizado para desacreditar a los partidos, instrumentos fundamentales para la participación política (artículo 6 de la Constitución) en una espiral de satanización que algunos se empeñan en promover y apoyar. De momento no hay alternativa mejor. Tampoco lo es un gobierno de funcionarios, ya sean de administración o de justicia.

En cuanto a Rodríguez, su rebeldía contra el caso le lleva ahora a tratar de mantener la alcaldía de Ontinyent con un nuevo partido, La Vall d'Albaida Ens Uneix. No es mala solución para él. Si sale limpio podrá pactar con los socialistas sea cual sea el resultado de las urnas en la localidad, aunque el PSPV-PSOE haga ahora demostraciones de fuerza y aspavientos. Todos ganan tiempo, confiados en que en el sumario solo haya lo que ha salido ya a la luz.

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