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Picatostes

Tambores lejanos

Tambores lejanos. O batucadas a go-go. No hay día de la semana, de lunes a domingo, fiestas de guardar inclusive, que nos podamos librar de ellos. Todo, desde que el antiguo cauce del río Turia se ha transformado en un gran centro social, abierto las 24 horas del día para toda clase de servicios: Corredores, ciclistas, ciclistas kamikazes- variación extrema del practicante de las dos ruedas-, ciclistas con perro, ciclistas con perro y bebé, amantes de taichí, yoga, artes marciales, demostraciones de madres partidarias de lactancia materna, adiestradores de perros insumisos, titiriteros, trapecistas… Y ahora, finalmente, como banda sonora hegemónica, el glorioso ejército de las batucadas completando el elenco social. No seré yo quien les quite méritos a estos ejercitantes de la percusión sincronizada. A este ejercito invisible pero sonoro que acompaña mi crepúsculo de cada día. «Hemos perdido aún este crepúsculo, nadie nos vio esta tarde con las manos unidas mientras la noche azul caía sobre el mundo» escribía el poeta Pablo Neruda en su releído libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada de nuestra adolescencia. A partir de ahora, añadamos el inconfundible sonido del ritmo brasileño como fondo musical inseparable de la puesta de sol nerudiana.

Su presencia en las manifestaciones de carácter reivindicativo sin duda constituye uno de los momentos más esperados de toda la jornada, y más, cuando los instrumentistas lo componen, de un tiempo a esta parte, un colectivo de flamantes muchachas empoderadas con la maza y el tambor. No diré yo que vienen a ser nuestro equivalente, colorista y combativo, a las alegres cheerladers de los estadios americanos; las rastas y los pantalones morunos por el pompón y la faldita de volantes. Lejanos quedan los ecos de aquella alegre tropa de modistillas que cantaba el insigne Luis Mariano, «Batallón de modistillas, de lo más retebonito y lo más jacaradondoso que pasea por Madrid» como posibles predecesoras en esto de los colectivos femeninos en pie de guerra. Por cierto, si alguien ve en estas líneas algun matiz de ironía o crítica antifeminista, que me lleve de inmediato ante la Santísima Trinidad o el Alto Tribunal de Santa Betty Friedan, Santa Simone de Beauvoir y Santa Clara Campoamor. O al reino de los cielos violetas donde reside de un tiempo a esta parte mi querida amiga Carmen Alborch. Celebro, comparto y me solidarizo con la batucada feminista, tanto como acto vindicativo como manifestación visual. Otra cosa son mis oídos.

A mí me pasa como a mi perro cuando llegan las fallas, hay ruidos a los que no acabas de acostumbrarte si no es con una dosis de diazepam. Si bien es cierto que he llegado a sincronizar mi estado de presomnolencia con el camión de la recogida de basura desde que enfila su máquina avallasadora al principio de la calle como si se tratara de la primera división de panzers del Tercer Reich entrando por las calles de Varsovia hasta que se encamina hacia otros nuevos destinos. Y hasta he conseguido hacer míos los chillidos de las alegres cotorras o los aullidos con los que los jugadores de rugby acostumbran a celebrar sus entrenamientos y partidos. Aunque aquí , debo decir que la cosa no ha sido sencilla; al principio, cada vez que me asaltaban, en un momento de descanso o reposo doméstico, con uno de sus aguerridos cantos deportivos, tenía la sensación de estar a punto de ser aplastado por la caballería de Gengis Khan.

Todavía no he encontrado ese momento karma con los practicantes de las batucadas a go-go. Quizás en mi sigue persistiendo un viejo estigma de mi ya lejana infancia meciéndose con los sonidos marciales y de pesadilla de las bandas de cornetas y tambores. No sé si en alguna futura operación revival volverán estas bandas a alegrarnos con sus castrenses sonidos. Igual en el programa de Vox se incluye como futura materia obligatoria de educación escolar junto con las labores de punto de cruz y la cinegética.

Hubo un tiempo en que la gente cantaba; cantaba desde los andamios, entre ladrillo y ladrillo; cantaban voces vecinas por los deslunados de las casas, «ojos verdes, verdes como la albahaca» decía la del tercero mientras la del segundo respondía, «Verdes como el trigo verde, y el verde, verde, limón»; cantaban sacándole brillo al suelo, al juego de sartenes o lijando la madera en el taller de carpintería. Luego vino el transistor y las voces anónimas comenzaron a apagarse lentamente a ritmo del Bimbó. Hoy en día, la canción que más suena es el paso firme de la maleta trolley por el pavimento urbano. Si hay un sonido contemporáneo sin duda es este. Me imagino que algún compositor de vanguardia ya estará pensando en alguna sinfonía del nuevo mundo con el traqueteo de las trolley como melodía vertebradora. Si a esto añadimos los sonidos musculosos de la batucada y el ajetreo de los patinetes, igual hasta recibe una ayuda para la composición por parte de la SGAE. Es solo una sugerencia. Cosas mucho más sorprendentes se han pautado y se han podido escuchar en un auditorio.

De momento. Me resigno. La batucada ha venido para quedarse entre nosotros. Para señalarnos, como las campanadas de las iglesias, el paso inflexible de las horas del día. «He visto desde mi ventana la fiesta del poniente en los cerros lejanos» dice el poeta. Añadamos: «Y el tam-tam persistente de la batucada entrando por mis oídos». Tratándose de una materia con denominación de origen brasileño, les confieso que en gustos musicales sigo prefiriendo la bossa nova. Y a ser posible, del maestro Joao Gilberto. Hasta desafinada. «Se você disser que eu desafino amor…»

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