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La adicción digital

La próxima semana tendrá lugar en el centro Botín de Santander, bajo la organización de la Fundación Santillana, el quinto congreso de periodismo cultural. El tema central del cónclave son los vídeojuegos: Game Over. Entretenimiento, arte, negocio, realidad virtual, violencia y adicción en los vídeojuegos, es el título largo.

Ustedes entonces se preguntarán, y por qué razón se preocupan los periodistas culturales por el universo lúdico digital y no de las novedades literarias o de las provocaciones escenográficas de las últimas óperas.

Básicamente por dos motivos: el buen periodista cultural es un profesional de olfato refinado y aguda capacidad de observación. Cualidades que comparte con los políticos, pero a diferencia de estos últimos no (suele) tener intereses inconfesables ni padecer urgencias electorales.

Así que tanto reporteros como políticos son conscientes -no me cabe duda- de la aceleración digital que está transformando el mundo, y de las implicaciones que eso supone en términos de negocio y de poder, y de los peligros reales que entraña sobre la conducta y la educación de niños, jóvenes y no tan jóvenes. Pero dado que los políticos no hacen nada al respecto, al menos en España, van a ser los periodistas los que pongan en común una reflexión sobre ello.

Por lo demás, que el objeto del congreso se ciña al vídeojuego resulta muy sintomático, pues es en ese ámbito concreto de la revolución digital donde se observan comportamientos peligrosamente adictivos y se disuelven algunos principios pedagógicos básicos.

El vídeojuego ha terminado por convertirse en el perfecto compendio de lo mejor (la creatividad) y lo peor (la destrucción de la voluntad) de la cultura virtual que ha tomado el mando de nuestra civilización. Hasta tal punto que un político con mando en plaza y educador de un preadolescente me confesaba hace poco que, en su casa, para poder cenar, muchas noches debe apagar los plomos para dejar sin luz la play station de su hijo, enganchado formidablemente al vídeojuego de moda, el Fortnite de la compañía Epic Games, al que se conectan online más de 200 millones de jovencitos en el mundo.

Este cuelgue lúdico nada tiene que ver con el homo ludens que analizó el historiador holandés Johan Huizinga poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Para Huizinga, un sabio lúcido y enciclopédico, el ser humano tiende a jugar de modo natural por condicionantes como la necesidad de sociabilidad, que pueden alcanzar incluso rasgos genéticos. No obstante, avistó una creciente competitividad en la actitud moderna del juego y, lo que es más relevante, una clara tendencia a la puerilidad.

De ahí que Huizinga, finalmente, propusiera, en 1938, volver a formas más clásicas e incluso arcaicas de juego que sirvieran para fomentar la ritualidad y la creatividad.

Obviamente, esto no ha ocurrido. Salvo en algunos ámbitos muy sensibles a la problemática pedagógica, en general las comunidades educativas han abrazado el supuesto avance que para la didáctica puede significar el universo digital y han inundado aulas y bibliotecas de ordenadores y ipads.

La capacidad de construcción de relaciones grupales a través de las redes sociales y la instrumentalización que se hace de ello a través de los teléfonos móviles, completan el cuadro de las adicciones entre adolescentes y jóvenes. En ese contexto, oír a los políticos hablando de planes de educación suena prehistórico. Estamos desbordados y no oyen ni llover.

Todo esto en el marco de un negocio formidable, uno de los que además generan un mayor ejercicio de acumulación de poder en el mundo actual. Resulta desconcertante, por ejemplo, que en Europa se compita por atraer a todas las grandes multinacionales digitales norteamericanas, ofreciéndoles ventajas fiscales o pactando compensaciones ridículas por el uso y abuso que hacen de la información y la captura de datos, cuando en los propios Estados Unidos ya se han empezado a escuchar voces que alertan de la sobredimensión de algunas de las empresas de Silicon Valley.

Solo el escándalo de la venta de millones de datos de Facebook a la compañía Cambridge Analytics ha mostrado parte del gigantesco problema, saldado con una previsible multa por parte del Senado americano que se calcula en 5.000 millones de dólares.

Y más recientemente, la senadora y candidata demócrata, Elizabeth Warren, ha incluido en su programa político la necesidad de trocear algunos dinosaurios tecnológicos ante el serio riesgo de control y concentración en pocas manos que puede afectar tanto a las personas como a los gobiernos y al propio mercado.

Más duro todavía ha sido en un artículo publicado en The New York Times, uno de los cofundadores de Facebook, uno de los cuatro jóvenes que crearon en la habitación de un colegio mayor del campus de Harvard aquella primera red social que, hoy, gestiona a más de 2.300 millones de usuarios en todo el planeta.

El artículo propone igualmente el troceamiento de Facebook, y recuerda que su amigo Mark Zuckerberg, una buena persona según dice, no puede controlar el 60% de su compañía, la cual a su vez es mayoritaria en Whatsapp (1.600 millones de usuarios), Messenguer (1.300 millones) o Instagram (1.000 millones). Simplemente no es posible, dice el amigo Chris Hugues, que una sola persona domine ese flujo de datos, noticias e informaciones.

A la vuelta del congreso les contaré qué pasó allí.

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