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El primer polo Lacoste del año

El primer polo o si se prefiere niki, por emplear una denominación que ahora casi se me antoja arqueológica, el primer niki Lacoste que tuve supongo que fue de color blanco, digo supongo porque era el color más común y seguramente para mi madre, el más adecuado para asistir a la comunión de alguno de mis primos. Más tarde, ya en esos primeros pasos hacia la adolescencia y como primeros signos de insumisión biológica, elegí uno de color azul cielo o azul purísima para los entendidos en ciencia cromática y más tarde, uno de color rosa, que ya era una declaración de principios junto a los primeros discos de David Bowie como banda sonora existencial. Ch-ch-ch-ch-changes… giraba la canción en el equipo de música. Y otra vez la voz de Bowie repetía aquello de Ch-ch-ch-ch-changes… El mundo era una gran caja de cambios ante nuestros ojos y oídos dispuesta para ser abierta.

Volviendo al siglo XXI y a este mes de mayo, el primer polo Lacoste del año siempre acostumbra llegar, si el tiempo y la autoridad meteorológica no lo impiden, en esa época en que las grandes avenidas se cubren con las hojas victoriosas de los plátanos. Si hay un árbol que me sigue enamorando, como a la Pantoja se le enamoraba el alma en otros tiempos, este sin duda es el plátano. Este árbol que recorre la orilla del Mediterráneo como elemento señalizador. De regreso a los caminos de mi infancia se me aparecen aquellas estrechas carreteras nacionales sombreadas a ambos lados de grandes plataneros; aquel gran túnel verde a las entradas de los pueblos junto al mosaico de Nitrato de Chile como referencia icónica y el cuartel de la guardia civil como paisaje arquitectónico. Muchas de aquellas avenidas arbóreas han desaparecido en medio de reformas urbanísticas o han quedado fuera de nuestro camino a causa de las rotondas o vías de circunvalación que inundan los mapas municipales.

El primer polo Lacoste del año aguarda en el cajón doblado junto a otros. Ya no conserva aquel intenso color verde pino de los primeros días pero entre el resto de las prendas del armario sigue sobresaliendo como objeto que el paso del tiempo ha terminado por darle esa aura de pieza única. Hay prendas de ropa que te hacen sentirte bien, ya no se trata solo del tacto del algodón o de otras materias; al confort físico se añade ese placer recobrado de un tiempo pasado de felicidad. Decía la cineasta recientemente desaparecida Agnès Varda en una cita de una de esas pelÍculas, que «el recuerdo de la felicidad es quizás también la felicidad». En el polo de algodón seguimos guardando ese tiempo de felicidad, los recuerdos que se estiran entre ese largo intervalo que era el verano de nuestra infancia, un luminoso accidente que aguardábamos impacientes señalando el fin del colegio. En ese polo custodiamos los colores de una noche de verbena ya lejana, lejanísima, en que la orquesta toca la infalible Perfidia y el vocalista nostálgico recuerda aquello de Mujer, si sabes tu con Dios hablar… entre farolillos de papel y bombillas de colores. Las luces y las músicas de la Feria de Julio con los pabellones resistiendo un sol de justicia hasta que la caída de la tarde daba una tregua y las atracciones de la feria comenzaban a girar llenando de fantasía el espacio. Desde alguno de los pabellones llega una canción mezclada con las sirenas de los autos de choque De nuevo la tarde se va… A esta balada de Els 5 Xics - véase La otra tarde- se le debería dar una de las medallas que concede la Generalitat cuando llega la fiesta del 9 d’Octubre. Pequeña obra maestra en ese grupo de canciones que expresan con sensibilidad ese tiempo revuelto de melancolía y deseos que recorre la adolescencia. Si el Al vent del Raimon es el canto juvenil metafísico, La otra tarde de Els 5 Xics, es la banda sonora crepuscular.

En los listados que periódicamente realiza alguna periodista de moda sobre esas piezas convertidas en clásicos, el polo Lacoste nunca ha dejado de figurar. Como las zapatillas Converse, aquellas zapatillas rojas que George Chakiris hacia volar por los aires en las calles de Manhattan al inicio de la película West Side Story. Se anuncia un remake o nueva versión a cargo de Steven Spielberg, no seré yo el que ponga en duda las habilidades del director norteamericano a la hora de trasladar de nuevo la guerra entre los Sharks y los Jets, pero ¿de verdad era necesario un remake? Se puede superar la fuerza, la belleza, el encanto inmarchitable de Rita Moreno y sus compañeros bailando en el tejado la America compuesta al alimón por Leonard Bernstein y Stephen Sondheim? El remake siempre es un arte de doble filo. Me imagino que más de un director o productor en algun momento de su vida profesional se le ha pasado por la cabeza realizar una nueva versión de Desayuno con diamantes, y la vista de los posibles resultados han decidido desistir el intento aconsejados por vía telemática por Audrey Hepburn y su inolvidable Holly Golightly. Una broma de mal gusto.

Quizás en este rechazo visceral por mi parte al lucrativo arte del remake tenga que ver con ese «golpe» que señalan los expertos; entre los 15 y los 30 años de nuestras vidas se produce lo que se conoce como «golpe de reminiscencia», el periodo en el que se solidifican nuestros recuerdos. Y por lo tanto, las peliculas o canciones que descubrimos en esos años las recordaremos con mayor intensidad. En parte esto explicaría mi querencia adhesiva por las películas en blanco y negro, el Glam-rock y ParÍs era una fiesta de Ernst Hemingway. Y mi escasa disposición a ritmos como el rap o reggaetón. Cuando leo el nombre de Maluma inmediatamente pienso en alguna empresa de exportación de piñas tropicales.

El primer Lacoste del año siempre llega para recordarnos ese tiempo vestido con los colores de nuestra infancia, entre el azul marino, el rojo cereza y el naranja albaricoque. No sé si don Sigmund Freud tendría alguna cosa que decir a propósito del tema.

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