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Al margen

Isabel Olmos

Lo que nunca veré

Espero de corazón que usted sea uno de los afortunados o afortunadas que decidiera leer ayer la magnífica crónica que sobre el hallazgo del pecio del «Parthenon» escribía en estas páginas nuestro compañero Alfons Padilla. El «Parthenon» era un barco de vapor británico que se hundió en 1869 justo antes de llegar a Dénia, azotado por una terrible tormenta que lo arrastró hasta el fondo. Hace más de una década, un buceador halló piezas de una vajilla inglesa excepcional de cuando la pasa era la principal mercancía entre la ciudad valenciana y los puertos británicos. Ahora, un grupo de expertos ha atado cabos y ha recordado el nombre y la historia de este barco engullido por las aguas.

Les cuento todo esto porque, desde que era niña, entre las múltiples fantasías que me acompañan en esta vida hay algunas que he logrado materializar pero hay otras que sé a ciencia cierta que nunca serán realidad. Y entre estas últimas hay una que todavía me conmueve cuando la imagino: la posibilidad de sumergirme en un lago o en el mar y descubrir ante mis estupefactos ojos los restos de algún barco naufragado siglos antes o la torre del campanario de un antiguo enclave romano sepultado por las aguas. Cada uno, sí, se emociona con lo suyo y sé que moriré sin encontrar un viejo buque cubierto de algas o los restos de una «domus» . Quizás detrás de esa emoción irrefrenable, de ese sueño increíble, está el simple y eterno deseo humano de ser el primero en ver algo que nadie más ha visto antes, descubrir lo que siempre estuvo ahí pero oculto a simple vista. Exploradores, gente de la ciencia, astronautas, buceadores...¿cómo logran controlar la adrenalina que, sin duda, se dispara ante la posibilidad de hallar lo nunca visto antes? He de reconocer que en gran parte les envidio y que, seguramente, tras esa hipnótica primera visión se esconden decenas de incursiones infructuosas, ascensos humillantes o pruebas repletas de frustración. Pero me da igual. Hay una conexión entre cuántica y mágica que logra que, durante un instante, se junten dos mundos -el perdido y el real- y eso me parece apasionante, como cruzar una cortina de agua o una puerta de papel de arroz. Como si los límites se escurrieran intangibles como arena fina entre los dedos, esa misma arena sobre la que ha reposado, en silencio y paz, durante décadas el viejo «Parthenon».

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