Un reciente informe de la UIB titulado Nueva pornografía y cambios en las relaciones interpersonales asegura que los niños se inician en la pornografía a los ocho años. Hablamos de una media de edad, por supuesto, y sobre todo de una tendencia cada vez más generalizada. Como en el mundo de la sexualidad romana -que con tanta clarividencia iluminó Pascal Quignard en El sexo y el espanto (ed. Minúscula)-, el retorno de los instintos conduce a una creciente sexualización de la vida. También -se diría-, del mundo de las imágenes, omnipresente hoy gracias a las nuevas tecnologías. Y, como observa la doctora Carmen Orte, una de las autoras del mencionado estudio, en el caso de los niños simplemente sucede que "los menores tienen un móvil en el que, aunque no busquen la pornografía, se la encuentran". Una industria boyante, con gran capacidad de infiltración en Internet y claramente adictiva en muchos casos, hace el resto. Guste o no, lo cierto es que la pornografía constituye ya el modo habitual en que muchos adolescentes -y, por lo que indican las cifras, también muchos niños- empiezan a construir su afectividad sexual.
