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Pornografía infinita

Un reciente análisis cinéfilo señala la paulatina desaparición de las escenas de sexo en las últimas producciones cinematográficas. Tampoco surge el sexo en abundancia en las series televisivas recientes. Cine y tv parecen evolucionar hacia el suspense, con numerosos artificios argumentales para generar emociones adictivas en el espectador, cuya pulsión por el «continuará» parece mucho más llamativa que las escenas de cama.

El fenómeno de la crisis erótica, sin embargo, no es nuevo. El sexo, incluso el explícito, eso que llamamos pornografía, apareció muy pronto en la industria del cine. No mucho después de los hermanos Lumière y de Georges Méliès ya circulaban privadamente las películas pornográficas.

Nuestro rey, Alfonso XIII, sin ir más lejos, era todo un voyeur de cine porno, como atestiguan las tres películas de su colección particular que terminaron apareciendo en un convento de València y que hoy custodia la Filmoteca de la Generalitat.

Tiempos, los alfonsinos de las primeras décadas del siglo XX, de odaliscas y lupanares y también de literatura erótica, llamada galante de modo eufemístico, a la que se dedicó incluso Blasco Ibáñez, cuyo manuscrito porno nunca publicado contaba con una serie de acuarelas libidinosas con cipotes elefantiásicos de José Benlliure.

Pero a partir del cine sonoro, la erótica cruda se vuelve más clandestina. El cine ya es un fenómeno de masas y la sexualidad se irá refinando. Vence la sutileza, de Zsa Zsa Gabor al famoso guante en Gilda de Rita Hayworth, y de aquí al nacimiento de Play Boy y al regreso de la cama pero sin genitalidades en el cine de los años 60.

La pornografía audiovisual como tal permanece recluida en circuitos muy privados, pues, de hecho, estaba prohibida en muchos países.

Luego, ya saben, los naturalistas escandinavos decidieron legalizar el porno hardcore en los 70 y muy pronto la ciudad de Los Ángeles se convertiría en el centro de una germinal industria paralela (como se cuenta en Boogie Nights).

En España todo empezó con el destape, más tarde con la cruda Susana Estrada y finalmente se aprobaron los llamados cines X casi como centros de onanismo colectivo, floreciendo incluso los intelectuales y críticos de porno, hasta que Juan Cueto decidiera apostar por el porno codificado en el primer Canal Plus, cuyas películas tenían más audiencia con las rayas gratuitas que con el visionado de pago.

Pero todo esto se ha vuelto obsoleto, materia gris para pequeñas historietas de la cotidianeidad pasajera. La llegada de Internet, y con la red un principio de acceso totalmente libre, ha inundado ordenadores y smartphones de pornografía fácil y gratuita en un programa amplio que incluye toda suerte de productos, desde los escenarios lujosos y sofisticados con lencería provocateur -como el corto rodado por la mismísima Penélope Cruz como realizadora-, a las parafilias más angustiosas que incluyen masoquismos, coprofagias, lavativas, pederastias o zoofilias varias.

Todo un catálogo de las perversiones más decadentes del género humano que se encuentran al alcance de cualquiera, incluyendo niños y adolescentes, cuyo prematuro acceso a estos juegos sexuales no traen ninguna satisfacción que favorezca el equilibrio y desarrollo de la personalidad a juicio de educadores y psicólogos, antes al contrario, se observan conductas envilecidas en jóvenes todavía inmaduros.

La cuestión parece importar a muy pocos. Es más, cuando se traslada a algún debate o foro siempre surgen los defensores del libre acceso, amantes sin barreras que aducen un principio argumentativo basado en una lógica idiota: puesto que todos vemos cientos de escenas de guerras y violencia y ello no provoca que la gente salga a pegar tiros a la calle, tampoco se producen desviaciones sexuales por consumir pornografía.

Fue Sigmund Freud quien explicó que todos estábamos enfermos, y que no teníamos cura posible, solamente nos competía aprender a conllevarlo. Es cierto, pero resignarse al complejo mundo de eros debería hacernos reflexionar sobre la mejor manera de una relación natural con el sexo, al menos de transmitirlo así a la infancia. La religión ha perecido en el intento. La sociedad tecnocientífica debería intentarlo.

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