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La casa de Verdi

En 1998 Fernando Fernán Gómez estaba muy contento por su ingreso en la Real Academia Española. A pesar de su fama de gruñón y cascarrabias, el actor, director y escritor vivía un momento dulce cuando ya era un setentón. No le faltaban ofertas de trabajo en aquella época, a pesar de su avanzada edad, a uno de los artistas más brillantes y polifacéticos de nuestro país. Así pues, Fernán Gómez se mostró simpático y optimista con los periodistas hasta que alguien insinuó que, a partir de entonces, tendría abundancia de proyectos. El actor adoptó un gesto serio y con esa voz ronca tan inconfundible dijo: «Ve usted ese teléfono. Pues igual suena que no suena para proponer un trabajo. La veteranía no es sinónimo de buenas ofertas». La reacción del prestigioso artista ilustraba la otra cara de unas profesiones de las que sólo apreciamos las alfombras rojas, el glamour o las galas. Pero una dura realidad en forma de desempleo, precariedad, economía sumergida o jornadas agotadoras se esconde tras los oropeles que atribuimos a actores, músicos o gentes de la farándula. Baste recordar el grito reivindicativo que lanzó la actriz Candela Peña al recoger un Goya en 2013, en plena crisis, y denunciar que llevaba tres años sin trabajar y tenía que criar a un hijo pequeño. El contraste sonó brutal entre las bambalinas de una fiesta y el panorama de la vida cotidiana.

Hace más de dos décadas un grupo de artistas impulsó la creación, con intérpretes de la talla de Antonio Banderas, Nuria Espert o Beatriz Carvajal a la cabeza, de una Casa del Actor que sirviera de residencia para profesionales jubilados del espectáculo con pocos recursos económicos. Para no aburrir al lector, una perversa mezcla de incompetencias administrativas, insuficiente apoyo de las instituciones y escasa conciencia solidaria del gremio han convertido después el anhelado proyecto en un monstruo de ladrillo, a medio construir, en el municipio madrileño de Las Rozas tras unas inversiones públicas que rondan los cinco millones de euros. En definitiva, una ambiciosa idea ha degenerado en un auténtico disparate mientras muchos artistas mayores malviven como pueden de sus pensiones. Pero no caigamos en la fácil tentación de exigir soluciones únicamente a los poderes públicos porque un ejemplo admirable de solidaridad lo ofreció Giuseppe Verdi cuando ordenó, en el ocaso de su vida, levantar un elegante edificio en Milán como residencia de músicos ancianos y necesitados. El genial músico italiano legó a la casa de Verdi los derechos de autor de todas sus obras, así como otros bienes. Más de un millar de huéspedes se han alojado en aquella residencia, que sigue por supuesto abierta, en sus casi 120 años de existencia. No resulta, pues, de extrañar que el autor de óperas tan famosas como La traviata o Nabucco fuera un mito en Italia y que 200.000 milaneses acudieran a su entierro en 1901. Verdi, sin duda un hombre bueno, expresó así en una carta su actitud: «Mi obra favorita es la casa que he hecho construir en Milán para acoger a los viejos artistas del canto no favorecidos por la fortuna o que no poseían de jóvenes la virtud del ahorro. Pobres y queridos compañeros de una vida». Chapeau, maestro.

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