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Caca en la piscina

No hay que dar nunca pábulo a las exageraciones negativas sobre la cultura valenciana: ni la de nuestra pretendida permisividad con la escatología, ni la del refinamiento de los sucesos que aquí ocurren y mucho menos la de tener un nivel de corrupción mucho más elevado que en el resto de las comunidades. Es innegable que la percepción de los favores, sobornos y abusos de nuestro poder se ha visto estimulada por unos actores y hechos políticos más apropiados al género de la opereta, pero también han salido rápidamente a la luz por unos honestos periodistas y una oposición que trabajó afanosamente en su denuncia, cosa que en otras comunidades con más fama de serias no ha ocurrido. Nuestros sucesos no tienen nada que envidiar a los inmundos «faits divers» que ocurren en otras ciudades de España, pero sí ha hubo una época en la que las productoras de televisión compraban como churros las tragedias valencianas por ser aquí donde tuvo lugar por primera vez la total pérdida de pudor ante las cámaras en temas criminales.

En cuanto a la escatología, podría defender que su uso es genérico en toda nuestra geografía, pero se me haría innegociable con los últimos hechos ocurridos en las piscinas de Catarroja, Tavernes Blanques y Massanassa. Aunque queda por delucidar si se trata de alguna actividad recreativa de tiempo libre o de una venganza tóxica con ese sentido liberador de la presencia del mal en nuestras vidas que ya señalaba Ovidio en su Metamorfosis por boca de la bruja Medea: «Veo lo mejor, y lo apruebo, pero hago lo peor».

Los irresponsables que asumen la tremenda carga de defecar y orinar en lugares públicos, agredir a los demás o practicar el amiguismo interesado o el latrocinio en las instituciones públicas han de saber que el ideal higiénico no es un fin en sí mismo sino un medio que exige y acaba siempre por obtener transparencia. Transparencia real, no esa que tarda cinco meses en conocer los bienes de un conseller. Transitar por las cloacas amparados en la oscuridad puede atraer el odio mortal de una sociedad que oye y ve todo lo que ocurre a sus espaldas. Si no tienes medios para conseguir una fortuna que destaque tu vida insustancial de la de los demás, no te mezcles en política. Juega al bacarrá en el casino, donde no molestarás a los ya sangrados contribuyentes. Si no consigues dominar a los demás a tu antojo y sientes que te pica ese molesto complejo de inferioridad, no agredas ni asesines para liberarte. Ve a una institución de sado-maso y elige en el catálogo a la madame o al amo que más te acomode. Si estás resentido con los seres humanos y deseas que lo sepan, no defeques en las aguas donde se refrescan tus vecinos. Enrólate en la empresa militar privada y hártate de crear terror entre las tropas enemigas de Afganistán, Siria o Sudán del Sur.

No todos los seres humanos que respetamos a los demás estamos obligados a ser víctimas de los que quieren invocar la libertad de no respetar a nadie, aunque también sepamos que en la sociedad actual no existe nada realmente legítimo. Convivimos unos con otros, gracias al humor o al estoicismo, a pesar de que casi nada se hace en nuestra democracia por un acuerdo social entre ciudadanos en relación con nuestros derechos y deberes. Sabemos que el precio de un billete de autobús no corresponde con el precio de un billete de tren, porque las compañías que las explotan hacen acuerdos tácitos entre ellas para crear invisibles monopolios y nunca permitirán que regrese del todo el económico y ecológico tranvía. Que el precio del tabaco sube exponencialmente en el tiempo mientras que el de la cocaína permanece inmutable. Que los tribunales imparten algo análogo a la justicia. Que los impuestos aprietan por igual al rico o al pobre, sin tener en cuenta cuál es cuál. Hay empleados que obtienen su puesto gracias a una sociedad secreta que se reúne en fiestas e inauguraciones en perjuicio de los realmente meritorios y que después de un leal servicio manteniendo una juiciosa disciplina de silencio, habrán tejido con brillo y destejido con disimulo todo lo que ocurre en los despachos. Su trabajo no se diferencia mucho del carterista que aprovecha que su víctima vuelve en metro al trabajo. Del desvalijador de pisos que sólo tiene que forzar una cerradura para vender a bajo coste lo que sus habitantes les costó reunir con años de esfuerzo. Del violador que vigila a su víctima para abordarla cuando esté más desprevenida. Del chantajista que se enreda en las pasiones privadas de otros para forzarle por interés a evitar un escándalo. Tontos no somos, pero fingimos parecerlo para no estar siempre con el sable samurai a mano.

Por eso, aunque somos hombres y mujeres a merced de nuestras glándulas, no debemos nunca entrar en el mundo de la tragedia y las exageraciones, ni creernos del todo ni lo malo que se diga de nosotros o de los demás, ni a los personajes que se pintan a sí mismos como Jesucristo o la Libertad de Delacroix guiando al pueblo: seguro que en algún lugar existe otro cuadro con la misma Libertad, pero guiando a los empresarios y el mismo Cristo bendiciéndola. Hay que tomar las cosas a la ligera y afrontar las circunstancias sonriendo. Pónganle una sonrisa, aunque sea sarcástica. Recuerden a Malesherbes, el ministro de Luis XVI, quien al subir al patíbulo tropezó en un escalón y dijo: «Esto parece un mal presagio: un romano antiguo, en mi lugar, se volvería a casa».

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