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Opinión

Woodstock: Érase una vez 1969... en València

El 15 de agosto se han cumplido 50 años del Festival de Woodstock, no sólo uno de los capítulos musicales clave de la historia del rock and roll sino también símbolo de las ansias de libertad que convirtió la de los sesenta en una década prodigiosa. Antes, el 20 de Julio, Neil Armstrong daba los primeros pasos del hombre sobre la Luna.

Woodstock fue algo asi como una inocente tierra prometida en la que iba a reinar la paz y el amor en una década que llegaba a su fin, una especie de American Utopia, cercenada brutalmente por la familia Manson. Como el poeta Allen Ginsberg y el gurú psicodélico Timothy Leary, aquellos jóvenes venidos de todos los estados de Norteamérica pensaban que se podía cambiar el mundo mediante la exploración de las drogas, la búsqueda de la espiritualidad y la contestación contracultural al sistema, tomando como bandera pacifista imprescindible el himno Give peace a chance de John Ono Lennon, modelo de insurgencia y de creatividad.

Cinco mil kilómetros hacia el Este, las trepidaciones de los 60 despertaban lentamente en una València pretendidamente underground enfrentada a la realidad oficialista marcada por el autoritarismo franquista implacable, la brigada 26 y sus sótanos del Mercado Central, el Plan Sur, los paradores falleros - donde en 1963 habia actuado Johnny Halliday- y por el piadoso alcalde de aquel 1969.

Scooters, Levi´s de segunda mano provenientes de la VI Flota y parcas marineras para los mods; casacas de cuero, botines y pulseras para los rockers al estilo Bruno Lomas, como referencias de dos universos paralelos o espejismos engañosos desparramados por la ciudad entre diversos ejes: el de la Gran Via con lugares de encuentro como Le Mans, Sam´s o Good Tavern, el eje La Nau-Bonaire y el del Barrio del Carmen.

Lugares casi secretos como Cañas y Barro, locales musicales como Capsa 13, La Casa Vella y el Cine Club Universitario con Lluis Miquel y Els Cinc Xics o bares como el de Javo y Tony Soler, el Mesón de la Tortilla, el bar Amadeo o el Bermell, todos ellos puntos de encuentro frecuentados por la gauche divine formada por vagabundos del Parterre, bohemios diletantes y flâneurs, por pintores como Massoni, Teixidor o Alemany, el Equipo Crónica, cantautores como Raimon y sus conciertos semiclandestinos, por el escultor Andreu Alfaro del grupo Parpalló y por la aparición de las famosas matinales de los hermanos Belda en El Micalet, de los comics underground de Javier y Nacho Errando y de la saga de los Cabrera, coqueteando con la potente excitación y la emoción descontrolada. Las referencias a todos ellos y a muchos más que quedan en los pliegues de la memoria son importantes a la hora de entender el axioma de que o cambiabas el mundo o el mundo te cambiaba a ti.

En estos tiempos de memoria liquida y de apropiaciones culturales tardías, la mayoría de los supervivientes de aquella década opinamos que- como diría Tony Wilson en su 24hour Party People- «caso de tener que elegir entre la leyenda y la realidad, es mejor quedarse con la leyenda». O dicho con las palabras de Neil Young: «Es mejor quemarse de una vez que apagarse lentamente». Mucho tiempo después apareció el punk y finalmente la vulgarización de la ruta del bakalao y la globalización mediocre a través de Internet. Pero eso es otra historia.

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