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Butaca de patio

Los abajo firmantes

La reciente petición del actor José Sacristán a la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, en plena calle, para que el PSOE y Podemos se pongan de acuerdo para la investidura representa el último capítulo de una larga historia de reivindicaciones de los intelectuales frente a los poderosos. En un libro con el elocuente título de Nosotros, los abajo firmantes (Galaxia Gutenberg, 2014) el historiador Santos Juliá trazó un arco temporal entre finales del siglo XIX, con la generación del 98, y nuestros días sobre cerca de medio centenar de manifiestos, protestas y cartas que escritores y artistas han dirigido a muy distintos gobiernos. Como parece lógico, la participación de los intelectuales en los asuntos públicos aumentó en periodos de efervescencia política y social como la Segunda República o la Transición. No obstante, la vigencia de esta forma de intervención se ha mantenido y el abordaje de José Sacristán a la vicepresidenta y su repercusión mediática demuestran que la opinión de los artistas sigue teniendo una cierta relevancia social. Además, estas actitudes suelen significar un alto grado de compromiso para las gentes de la cultura y del espectáculo que, en ocasiones, se juegan parte de su carrera por defender en público sus ideas. Así, el último episodio en este tipo de represalias a la libertad de expresión lo hemos encontrado en la reciente prohibición por el conservador Ayuntamiento de Madrid de un concierto del cantautor Luis Pastor y de su hijo Pedro, unos músicos conocidos por sus simpatías izquierdistas. El concierto se celebró finalmente con la asistencia de unas 3.000 personas en un desafío a la prohibición y en un gesto de rebeldía frente a la censura.

Ahora bien, está claro que la influencia de intelectuales y artistas ha menguado en unos tiempos en los que el sensacionalismo y el narcisismo de las redes sociales, unidos al mercado barriobajero en que se han convertido los debates de tertulianos en la televisión, propician bien poco debates serenos o reflexiones inteligentes. Un ruido estridente, constante, falto de argumentos razonados, invade por completo los espacios públicos y deja poco margen para los intelectuales con voluntad de compromiso. De este modo se entiende que escritores, cineastas o músicos de primera fila rehúyan las invitaciones a este zoco histérico y se refugien en sus trabajos o, como mucho, publiquen en la prensa escrita, un ámbito más reflexivo que otros. Algunos escritores de relieve, como Antonio Muñoz Molina, han recordado en más de una ocasión aquel deseo de Manuel Azaña, una singular mezcla de intelectual y político, cuando decía en los años treinta: “Si cada español hablara sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar”. Una gran lección para los tertulianos. En cualquier caso y a pesar de que parezca una batalla perdida, muchos profesionales de la cultura siguen luchando para que se escuche su voz en el foro.

No lo hacen por aumentar su popularidad o su cuenta corriente. Más bien al contrario. En definitiva, los abajo firmantes intentan expresar un sentimiento social mayoritario, introducir un poco de cordura en el disparate nacional. Como hizo José Sacristán, uno de los actores más respetados de este país, cuando se cruzó con Carmen Calvo en el centro de Madrid.

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