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Amigos y satélites

Para nuestros antepasados, la astronomía era sabiduría pragmática. Al salir de casa, sin nevera, sin calefacción, sin carreteras asfaltadas ni cables, el cielo les anunciaba cómo iba a ser el día, el resto de su año y quizás de su vida. Los objetos que tenían a su alrededor eran meros accesorios: todo lo contrario que ahora.

El espacio celeste nos sigue diciendo grandes cosas que no entendemos. Sabemos que las estrellas apagadas nos siguen enviando su luz, pero si tuviéramos que decir qué son las estrellas y los planetas, nos hallaríamos en un gran aprieto.

Arístarco de Samos calculó la distancia que separa la Tierra de la Luna y el Sol. Y la curiosa ley de Bode reveló que existe una fórmula entre la distancia y el orden de los planetas en relación con el sol. El descubrimiento de Urano, Ceres, Neptuno y Plutón demostró después con grandes telescopios que su teoría coincidía con la realidad.

Los griegos antiguos se interesaron también por esos satélites humanos que son los amigos, catalogándolos en varios grados, desde la amistad de negocios a la amistad estética, pasando por la amistad ética, que nos une por espíritu y la moral.

Tanto la de negocios como la estética son pasajeras; en cambio, la amistad ética es duradera, y el principio eficiente, representado por la amistad y el odio, era para estos filósofos la causa respectiva de los movimientos contrarios que logran la unión y la separación de las cosas.

La bóveda celeste no ha cambiado, pero el corazón humano sí. Si los griegos no tenían en cuenta a los ignorantes, ahora el desprecio hacia los demás no necesita pruebas. No se parte de un razonamiento para llegar a tener antipatía por alguien. Se parte de la antipatía y del desconocimiento para llegar a conclusiones. Toda inteligencia, por pequeña que sea, es enemiga natural de aquella que pueda convertirse en parte de nuestro núcleo cercano, como la suegra desconfía de las virtudes de la nuera. Y no por el fenómeno del suocerismo, que sería hasta más justo, sino porque toda persona con criterio propio es enemigo natural de las demás. Hay excepciones, hay espíritus amplios, naturalmente fuertes y amistades inteligentes, pero no estamos aquí para hablar de las excepciones.

En materia de pensamiento, cualquier persona a la que se nos da una tribuna, una gorra, un altavoz o un pito, cree ser el metro de platino iridio que se conserva en los sótanos del Pavillon de Breteuil, el meridiano de Greenwich de donde parten las longitudes, el algoritmo de Dijkstra. Si el amigo es un poco más embustero, es superficial. Si un poco más modesto, es hipócrita, nadie interpreta mejor las estadísticas, nadie sabe más de coordinación, ni nadie cuece a leña la paella como uno mismo. No estoy denunciando un defecto, reconozco una fuerza. Cuando esa persona con mando llama a alguien para delegar, le sufre provisionalmente y el día que no está todo perfecto, concluye para si: me equivoqué. Fallarás una y no habrás hecho ninguna. Te hará perder tiempo precioso de tu vida diciendo que te ayudará en lo que te sea preciso, que acudirá a tu exposición o que estará presente en los momentos importantes de tu vida.

Pero la maledicencia y el pecado de obra y omisión, que afectan a la amistad de negocios y a la estética, modifican todo el destino de quienes las sufren. Por ese minuto perdido en un saludo de compromiso a disgusto no podrás cruzar la Gran Vía porque se pondrá en rojo el semáforo, no llegarás al taxi que te lleva a la reunión donde sí te iban a tener en cuenta, encontrarás personas que no habrías visto y no querías ver, puede haberte salvado la vida o enviarte a la muerte, porque pudiste haber comprado el billete de lotería que te haría millonario o perderlo porque otro lo habrá comprado antes. Cada uno de nuestros actos actúa en disoluciones de milésimas, como dicen los homeópatas, pero aquí sí se confirma que todas las existencias que tienen contacto con satélites que no giran más que a su antojo, impasibles, padecerán una modificación y un cambio de curso en su vida.

No pido que todos nos hagamos autocrítica porque ese acto se desvanece después de la confesión, retratando en chistes al famoso cuñado que nadie es o subiendo las escaleras del Corte Inglés con la visa bien provista. Yo tengo mi manera de creer, al estilo bohemio. Cuando el Jardín Botánico no es suficiente para disipar mis dudas, acudo al Museo de Bellas Artes, donde hay un hermoso cuadro del contestano -o socarrat- Jerónimo Jacinto de Espinosa que represensta la aparición al emperador Constantino de san Pedro y san Pablo. Constantino es un joven muchacho, cabellos echados hacia atrás, mirada atenta, casi febril, la mano en el pecho como oprimiendo su propia ansia. Pedro y Pablo parecen animarle a que crea en ese Jesús al que vieron ausente del sepulcro con señas y cara de extrema bondad, y el conjunto presenta a los ojos del buen espectador todo un movimiento de inquietud y de esperanza. Yo creo así, pero me temo que estoy anticuado. Últimamente sé que vendo palabras, aunque en el fondo de mi espíritu albergo la ilusión de vender verdades. Más tarde estoy seguro de que tendré que reconocer que he vendido mentiras, aún glorificando la razón y la vida. Y mientras tanto los planetas seguirán girando con la falsa apariencia de eternidad de las matemáticas, sin que nadie que esté acostumbrado a esta vida de negocio y estética se anime a mirar más allá de su ombligo.

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