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Aquelarres de la abstención

Todas las consultas sociológicas corroboran el mal momento de la política, su descrédito popular. Tan generalizada se encuentra la mala imagen de los políticos actuales -locales, nacionales y extranjeros, no hay colectivo terrenal que se salve- que dan ganas de ponerse a defenderlos, aunque para eso ya están los gabinetes de prensa oficiales y los llamados medios afines, que empiezan a ser legión habida cuenta de las dificultades financieras por las que atraviesa el negocio de la información en todas las escalas. La independencia, siempre tan relativa, y los puestos de trabajo solo pueden sostenerse, cualquiera que sea el caso, con una cuenta de resultados equilibrada.

Ocurre, además, que el público -la gente de la que hablaba Abraham Lincoln- los votantes en suma que deciden el reparto de las cuotas de poder político en la democracia parlamentaria, disponen ahora de herramientas muy eficaces y rápidas para generar opinión. Hasta la llegada de internet y el desarrollo de las redes sociales a través de la telefonía móvil, eran las élites políticas, intelectuales y periodísticas las que moldeaban la opinión pública. Ahora, es el propio público el que construye su estado de opinión, o al menos lo intenta, o cree que está en ello.

Como cabría esperar de una lucha por el poder, los nuevos instrumentos de comunicación también están infiltrados e intervenidos por intereses, tantas veces inconfesables. Sabemos de la existencia de noticias falsas, las fake news, o hemos seguido de cerca las informaciones sobre la intervención de hackers rusos en las elecciones americanas, cuyo traslado novelesco a serial de televisión, como en el vistoso ejemplo de Homeland, da cuenta de hasta dónde podríamos estar siendo manipulados por los avances de la ciencia informática y sus sofisticados y silenciosos registros.

Pero no hace falta irse tan lejos ni especular literariamente para alimentar un argumento de nueva novela negra próxima a lo Ferran Torrent. En nuestro propio país, apenas se certificaba el fracaso para la formación de un Gobierno estable que nos aboca a nuevas elecciones el próximo noviembre, empezaban a circular miles de mensajes digitales poniendo a parir a los políticos, en favor de la desafección del votante de a pie y viralizando llamamientos al boicot de la mensajería oficial a la que obliga la ley sobre los comicios. Un significativo aquelarre propicio para la abstención.

La campaña electoral, es evidente, hace días que ha comenzado pero ahora comprobamos que las trincheras ya no están en los informativos de la tele, sino en el Whatsapp o en los muros de Facebook. No nos resulta extraño, por ejemplo, que esta misma semana Twitter haya comunicado la anulación de más de 250 perfiles falsos que pertenecen a un mismo partido político, y lo mismo está ocurriendo en Instagram y hasta en Linkedin. En esta ocasión han pillado al PP pero es bastante probable que todos practiquen actividades de esa naturaleza o semejantes para tratar de ganar la batalla de las redes, la misma que propició el fenómeno Obama, las primaveras árabes, el maidán ucraniano o las ultimísimas protestas en Hong-Kong.

Hemos de acostumbrarnos y relativizar esta efervescencia de realidades paralelas que la tecnología nos ha proporcionado y que van en aumento y en capacidad de persuasión. Dicho lo cual, y como todavía nos queda mucho recorrido antes de que las instancias educacionales más sensatas reequilibren el maremágnum al que hemos llegado, conviene no dejarse llevar, nunca, por las apariencias digitales ni enrolarse en iniciativas antisistema y semejantes que nos transmiten vía telefónica. Es cierto que hemos perdido la inocencia con la democracia, que la política se ha convertido en una cooperativa laboral para unos cuantos miles de espabilados, pero la solución -en plural, mejor- no pasa por echarse al monte de la revolución, abrazar la causa populista o fascistizarse ante la política. No es eso, desde luego.

No sé dónde, realmente, está el inconveniente de votar una vez o dos, o cuantas sean necesarias. Suena ridículo criticar tal circunstancia por más que el resultado, nuevamente, provoque una imposible salida limpia a la gobernabilidad. En Cataluña, por ejemplo, ocurre todo lo contrario, nos empeñamos en repetir elecciones con la vana esperanza de que algún día pierdan los independentistas y no hay manera: dos millones de votantes no se apean de sus convicciones y mantienen la apuesta frente al Estado a pesar de la decadencia de sus dirigentes. Y no es consuelo que, en el Reino Unido, el brexit lleve ya más de tres años destruyendo los fundamentos políticos del país que presumía de modelo parlamentario. Ni que en Israel la repetición de elecciones apenas haya solucionado un movimiento de un par de escaños. De Italia, mejor no hablar; mientras en la estable Alemania, la sucesión de Angela Merkel junto a su recesión económica han desatado los temores a una inestabilidad que asusta al comedido ciudadano alemán. En muchos sitios cuecen habas.

Con todo, no deben entenderse estas líneas como una exculpación de nuestros políticos actuales, particularmente de los líderes que han terminado por auparse al timón de mando de unos partidos demasiado preocupados por su supervivencia laboral. La falta de afinidades políticas que nos aboca a la repetición electoral ha sido demasiado mediocre y previsible, plagada de trampantojos y celadas. Un coñazo, la verdad. Y eso es lo que, al fin, más molesta, que encima te cobren la entrada por una función tediosa. Es lo que hay, la frase de moda que no puede ser más cínica y deprimente. Pero no se quejen de volver a votar, porque es lo único estimulante, que nos pregunten de verdad qué opinamos de esta ceremonia de la confusión.

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