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El perfume de leer

Mi primer libro fue uno de esos librillos de Comunión, de nácar y oro, al que pasaba, febrilmente, las hojas, mientras recorría el pasillo de la escuela de mi madre, puesta de batín de franela hasta los pies y de dos breves años. Claro está que no lo leía, pero lo palpaba muchísimo, y ese «con-tacto» con el papel fino y apergaminado, fue un bautizo en toda regla para mi andadura lectora.

El colegio y la casa eran todo lo mismo. Yo solía trastear en el patio interior, al pie de la palmera, con mi capazo de cachivaches, mientras se me iba llenando el oído de: «La m con la a ma...». Es por eso que no puedo saber cuándo empecé a leer por mí misma. Lo que sí me ha llegado por Vicentina, la carnicera, es que un buen día y casi sin despuntar del suelo, leí en voz alta los precios de los filetes para sorpresa y asombro de la clientela. A partir de entonces, me dedicaba a leer con entusiasmo los cartelitos del cine, los anuncios de los tranvías, el papel del bote de La Lechera, el prospecto del bicarbonato y, en fin, todo lo que caía en mis manos.

En el instituto apareció en mi vida don Francisco, el profesor de literatura. Un señor alto, de pelo blanco, que en los últimos cinco minutos de clase y antes de que sonara el timbre, nos recitaba con voz profunda: «Abenámar, Abenámar, moro de la morería» y toda una sarta de lindezas, que me tenían enamoradísima. Y no sé si por la admiración o por el interés que me despertaban las cosas que nos leía, empecé a leer libros «de verdad»: Platero, Alfanhuí, El romancero gitano... Pero sin abandonar los tebeos, los cuentos, ni la colección de Bruguera, con su Heidi, sus Mujercitas, su Corazón, etc. Y cuando encontraba algún momento propicio, a hacer incursiones en la librería de mis padres, para leer a escondidas: Las uvas de la ira, Cumbres borrascosas. El caso era leer.

Hasta aquí un esbozo de mis cimientos lectores, que han reunido: palabras, historias, relaciones, voces familiares, entretenimiento, imaginación y belleza. Desde aquí un mínimo esbozo de mi manera de entender el valor de la lectura.

Yo le llamo leer a entrar en otros mundos, en otras dimensiones, en otras posibilidades. Le llamo leer a buscar compañía, a jugar a ser otros, a tener una historia distinta, a atravesar pasadizos de miedo, de amor, de rabia, de ternura, de excitación, de deseo, de envidia, de coraje. Le llamo leer a vivir otras vidas por medio de las palabras. A nadar otros mares. A soñar otros sueños. A envolverse de belleza.

Eso sí, este vestir de alma las palabras se ha de transmitir sin el peso de presiones u obligaciones. Más bien por contagio, por afecto, por cercanía, por placer. Se ha de vivenciar desde adentro. Se ha de disfrutar poco a poco, un rato cada noche, un momento en cada desvelo, un instante en cada sueño. Es cuestión de animar a los niños a meterse en la piel de otros, a conocer otras formas, otros sentires, a temblar con cada susto, con cada peligro, con cada duda, con cada beso.

Leer es sentirse humanos, entender a los demás y abrir tu puerta para ser entendido. Leer es comprender, aprender, soñar, desear, vivir. Leer puede hacer que te sientas mujer, niño, dragón, sapo o tormenta. Leer te pone en contacto con tu propia interioridad, con tu propio relato, con tu propio ser. Leer te hace sentirte en compañía de otras personas. Por eso creo que es preciso, indispensable y urgente atrapar y atesorar los momentos de lectura. El mundo necesita consistencia, argamasa, sentido, humanidad, y leer aporta todas esas cosas, además de belleza.

Como maestra de niños pequeños, me gusta presenciar sus primeros momentos de acercamiento a los libros. Es divertido ver que cuando conocen los cuentos, los toman por juguetes, así que se entretienen en toquetearlos, chuparlos, apilarlos, pasarles las páginas, o lanzarlos por los aires. Lo que menos hacen es mirarlos, pero eso es hasta que alguien se sienta a su lado y se los va contando. A partir de ahí ya los escuchan, los acarician, los contemplan. Y es que sin ese acto de llevarlos de la mano a las palabras y a las historias, no habría posibilidades de conocer y amar la lectura.

La afectividad puebla cada página de los libros, porque siempre vienen de parte de alguien que está dispuesto a prestar al niño su voz y su saber, siempre suponen un regalo, siempre están revestidos de cariño. Así de bonito lo dice Maurice Sendak refiriéndose a los padres, aunque lo podemos hacer extensivo a los maestros, a los amigos y a todo el que sienta el deseo de contagiar a otros la aventura de leer: «Cuando mi padre me leía, yo me recostaba sobre él y me volvía parte de su pecho o de sus brazos. Y yo creo que los niños que son abrazados y sentados en las piernas -deliciosamente acariciados- siempre asociarán la lectura con los cuerpos de sus padres, con el olor de sus padres. Y eso siempre te hará lector. Porque ese perfume, esa conexión, dura para toda la vida».

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