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Julio Monreal

Con los progresistas no, con todos

Pedro Sánchez se siente en deuda con los ciudadanos que se identifican como progresistas por no haber logrado formar gobierno pese a haber obtenido unos resultados que invitaban a pensar que lo conseguiría. Así lo ha reconocido esta semana en la entrevista exclusiva que ha mantenido con Levante-EMV y que han publicado también los diarios de Prensa Ibérica y Zeta. En realidad, la deuda que debería sentir el presidente del Gobierno en funciones es con toda la sociedad, en cuyo conjunto no parece haber una sola persona a la que le parezca bien esta nueva convocatoria electoral.

En la ciudadanía se aprecia un notable hastío por la sucesión de citas en las urnas, por el encadenamiento de sucesivas campañas electorales y por la falta de respuesta a sus problemas cotidianos y preocupaciones. Esta sensación se agrava a medida que se va pasando a escalas de representación social. En el ámbito empresarial, el tedio se transforma en indignación por el parón que la esfera política impone al ámbito económico en una situación como la actual. No hay presupuestos, no hay contratación, ni licitaciones. Todo se detiene a la espera del resultado electoral, lo que no deja de ser un síntoma de democracia inmadura.

El mundo de la política es el que recibe las elecciones del 10 de noviembre con un mayor abanico de sensaciones, que van desde la excitación de quien está convencido de que sumará apoyos con relación al 28 de abril hasta el dolor de cabeza de quien está convencido de que va camino del matadero.

En el bando socialista abunda la resignación. El presidente ha impuesto el criterio de que se ha intentado pero no se ha podido por culpa de estos locos de Unidas Podemos y estos descerebrados independentistas, aunque no todos los del puño y la rosa se tragan el discurso oficial. Hay quien piensa que Sánchez quería elecciones desde el día siguiente de las anteriores en la seguridad de que mejorará sus resultados, algo que está por ver. Las encuestas de hoy ya yo dan por segura la subida que auguraban en verano.

La situación en los populares va por barrios. Pablo Casado estaba tendido en la lona, con el peor resultado de la historia del PP, pero su principal rival le ha concedido una segunda oportunidad en lugar de rematarlo. Ahora sueña con un reagrupamiento de la derecha en torno a la gaviota azul, captando votos de Vox y de Ciudadanos, lo que puede concretarse en una mayoría absoluta de los conservadores en el Senado, hoy en manos del PSOE. Casado es la cara e Isabel Bonig es la cruz. Su liderazgo pasa por el peor momento. Ni siquiera los suyos esconden que en la sede central del PP no la quieren como máxima dirigente y futura candidata autonómica, lo que da valor a sus críticos para ir comiéndole terreno y puestos en la organización interna. El examen de las urnas de noviembre será una prueba de fuego para la Thatcher valenciana, desafiada hasta por Esteban González Pons desde Bruselas, quien se desdice de lo que avaló como conseller de Territorio de la Generalitat en 2006 y se suma al discurso del Forn de la Barraca contra la ampliación del puerto de Valencia, abrazando el relato ecologista que los populares han detestado siempre.

Compromís torció el gesto con la convocatoria electoral de noviembre. Ya lo tenía torcido desde el adelantamiento de las elecciones autonómicas a abril, pero ha sabido sacar petróleo de una mueca de disgusto y su pacto de alta velocidad con Íñigo Errejón les ha otorgado una centralidad y una visibilidad que han hecho olvidar por un tiempo, incluso a ellos mismos, que tienen solo un escaño de los 350 que hay en el Congreso de los Diputados. Joan Baldoví volverá a encabezar la lista por Valencia, pero el número dos está libre a la espera de la designación de alguien que aporte el nuevo partido a la coalición Mès País. El problema es que ese alguien tiene que abandonar Unides Podem y ahí viene el lío. Los máximos dirigentes del partido morado en Murcia han cambiado de bando y se han pasado a Más País, que empieza a beneficiarse de un goteo de salidas de Podemos. No parece probable que en la Comunitat Valenciana ocurra algo similar, aunque buena parte de los dirigentes regionales no ha ocultado nunca su escasa sintonía con Pablo Iglesias. Un trasvase de cierta entidad comprometería seriamente la permanencia de Rubén Martínez Dalmau en la Vicepresidencia Segunda de la Generalitat en representación de los morados. Por fortuna, éste encabeza un equipo sensato, leal en lo institucional, que ha preferido trabajar en el campo de la coordinación de las políticas ambientales y de vivienda en vez de estar mirándose el ombligo (o la coleta) constantemente, calculando qué será mejor para sus intereses electorales. Iglesias abarrotó la Fonteta en su primer mitin de campaña hace solo cuatro años y ahora puede que ni siquiera viaje a València con motivo de una cita en la que pintan bastos para los suyos.

Tampoco está para grandes mítines el Ciudadanos de Albert Ribera, al que las elecciones le vienen tan mal que sólo una reacción desmedida a la dura sentencia que se espera del Supremo contra los líderes separatistas catalanes puede devolver algo del oxígeno perdido. Una lástima que el partido liberal, antes socialdemócrata, del arco parlamentario se deje en brazos del lema «cuanto peor mejor» para mantener sus expectativas parlamentarias. Iban a comerse al resto y ceden terreno cuanto más se alejan del centro. Hay quien cree que volverán a flirtear con el PSOE tras el 10-N. De momento, su líder autonómico, Toni Cantó, ha empezado a estudiar valenciano. Una buena noticia entre tanto revés.

La guerra que todavía dura

Un grupo de ultraderecha ha irrumpido esta semana en un céntrico cine de València para intentar boicotear la proyección de la película de Alejandro Amenábar «Mientras dure la guerra», una cinta ambientada en los protagonistas y el clima bélico de la contienda de 1936. Identificados como miembros de España 2000, los alborotadores se pusieron a gritar «¡Viva Cristo rey!» en mitad de la sala desatando ataques de nervios y salidas precipitadas de espectadores. La ultraderecha se envalentona en estos días previos a un nuevo 9 d’Octubre en el que por desgracia se han visto en los últimos años escenas de violencia impropias e injustificables en una fiesta democrática y autonomista, y también en vísperas de la exhumación del dictador Francisco Franco de su tumba del Valle de los Caídos. Uno pensaba que el fin de los honores al militar golpista de 1936 por parte de la iglesia y en un espacio de propiedad del Estado iba a significar el fin de la Transición en España, pero escenas como la del cine de València muestran a las claras que aún hay gente que desprecia la democracia y añora los tiempos del brazo en alto de una guerra que acabó hace 80 años provocada por un general que se murió hace 44. Acabarían sin parpadear con el régimen de libertades que les permite pasearse por la calle y vociferar sus máximas y consignas, y luego protestan porque las familias de los muertos que el mundo que ellos admiran dejó en las cunetas quieren sacarlos para enterrarlos dignamente tras ocho décadas de una guerra en la que aún viven.

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