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Hoy he comido

E n toda mi vida, sólo he conocido a un hombre sabio. En Nápoles, un señor que bajaba conmigo del tren y que me había aturrado todo el viaje con la belleza de San Sebastián, se dirigió a un vagabundo que pedía limosna en el andén y le ofreció un billete por ayudarle a llevar su maleta, el porta-trajes y un enorme paraguas. El pobre, herido en su sensibilidad, le contestó ufano: «Aggio magnatto», es decir, en napulitano, hoy no me hace falta dinero y el mañana no me importa.

Los demás hombres y mujeres que he conocido se entregan con entusiasmo a hacer de costaleros. Siempre se es cargador de alguien, de un grupo, de una red de intereses o de una idea. Las rieleras mexicanas, transformadas por el romanticismo comunista en bravas contribuyentes a la revolución de 1910, llevaban en realidad su vida detrás: cargaban un revólver 45, con el soldado Juan y el estandarte. Y al perder la contienda sus descendientes cargaron con la Iglesia, con un montón de hijos sin futuro y con siglos de corrupción.

Los prósperos hombres de negocios que descienden de los trenes cargados de equipaje seguramente tienen una casa en el mar, otros una casa en la montaña, y todos los años están obligados a ir, aunque el que tiene la finca en el campo sepa que a su hija con psoriasis le sentaría bien el yodo del mar, y el que tiene la casa junto al mar sepa que a su esposa con reuma le sentaría bien el aire de la montaña. Poseer un objeto equivale a convertirse en esclavo, velar por su integridad, repararlo, no perderlo. Por eso es inútil afanarse deseando cosas, y aún menos las que tienen los demás.

Aunque en las escuelas y en las casas se enseña hoy que el despilfarro ayuda al correcto desarrollo de la felicidad de los niños y a la economía global, los gobiernos suelen predicar el ahorro a los adultos. La manía del ahorro y la preocupación por la manera de colocar lo que se posee son las dos sicologías más funestas para la sociedad. Aquellos que han llegado a tener guardado algún capital o una colección de objetos valiosos, siempre acaban siendo presas del pánico. ¿Qué hacer con mi tesoro? ¿Dónde acabará? Las cajas de los bancos son inviolables, hasta que un notario y el director, provisto con un documento, las violan. Fatalmente, tras haber rondado por las casillas de Monopoly, tu ficha caerá en el hotel de otro jugador.

Alguno se salva, me consta, pero su hijo subvencionará un intento de restaurante o de productora audiovisual, a un camarero que quiera convertirse en artista de cine, o encontrará a un agente de bolsa que prometerá doblar su capital. Los más prudentes compran oro. El oro es siempre oro, dicen sin darse cuenta de la estupidez tautológica, y fluctúa igual que la moneda. Los terrenos y las casas no resisten más de tres generaciones de una familia. La tierra era un magnífico empleo del dinero en la Belle Époque. El abuelo la robó a los campesinos, el padre la cultiva, el hijo verá cómo el gobierno se la lleva para hacer autovías o porque el latifundio es inmoral. Sería justo que el gobierno la devolviera a los hijos del primer propietario, que la perdió por la malicia de otro. En vez de ello, la dividirá en partes y la entregará a los cinco hombres políticos que le sugirieron la expropiación o la compra ventajosa.

La política es el truco, elevado hoy a la dignidad de la ciencia, de hacer creer que el interés de un individuo o de un grupo es el interés colectivo. Cuando vemos las fotos de algún dirigente -extranjero, eso sí, no me malinterpreten- en un parque, en una fábrica, en un puerto, en un hospital o en una nueva o rehabilitada barriada, significa que ha hecho la felicidad de un reducido número de personas agradecidas por siempre, con el presupuesto del resto.

Yo paseo hoy por El Saler, que es mío y de usted, y que desde Jaime I de Aragón hasta ayer fue patrimonio real. Pero en nuestro parque de La Dehesa quedan vestigios del plan que preveía grandes parcelas con hoteles, apartahoteles, poblados costeros, apartamentos, un aeropuerto, un club náutico, un hipódromo, grandes almacenes, restaurantes y parques que iban a quedar, democráticamente repartidos, a disposición de todos. En su pobreza de banco de parque público, aquel harapiento napolitano tenía su felicidad y mi compañero de tren, su incómoda previsión en forma de paraguas gigante.

Llevo observando tiempo lo que se llama riqueza. Es algo que en Venezuela se llama crisis internacional, en Noruega coches eléctricos para el desarrollo sostenible y en Arabia Saudita la Jeddah Tower. Nada es tan inestable como el dinero. La humanidad puede poner diques a los ríos, apuntalar ruinas, secar pantanos, transmitir en directo las protestas de Hong Kong desde un teléfono, pero nadie puede impedir la fuga del dinero. Él es el único emigrante sin fronteras que existe en la Tierra.

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