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Julio Monreal

Todo era posible, pero estaba por hacer

Pensábamos que todo era posible», recuerda con un punto de añoranza, el que fue alcalde de Sagunto y presidente de la Diputación de Valencia, Manuel Girona, mientras recorre la exposición «40 años de democracia local» junto a otros alcaldes de 1979, como Ricard Pérez Casado o Ciprià Ciscar.

La sucesión de campañas electorales y citas con las urnas ha aplazado hasta noviembre las distintas celebraciones del cumplimiento de cuatro décadas de la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos en España después de la Segunda República. Muy pocas semanas después de que los ciudadanos respaldaran la Carta Magna en el referéndum de diciembre de 1978, la democracia regresaba a las entidades locales después de una dictadura que había rellenado los escaños de los plenos con afines al régimen elegidos a dedo.

Fue el momento en el que una generación de jóvenes entusiastas se inscribió en las listas de los distintos partidos y coaliciones con la ilusión y el deseo de cambiar la faz de las ciudades. El franquismo se había ocupado de construir las viviendas en las periferias. Lo demás estaba por hacer. En ciudades como València, las aguas residuales iban a las acequias y, a través de ellas al mar; los espacios verdes brillaban por su ausencia y los pocos que existían en entornos naturales, como el Monte de la Dehesa del Saler, se vendían por parcelas a las constructoras para erigir torres de apartamentos junto a un lago artificial que aún hoy da testimonio de la época.

Los nuevos alcaldes y concejales surgidos de las urnas de 1979 llevaron a los ayuntamientos una nueva forma de gobernar, con respeto a la participación de unos vecinos que por aquel entonces también comenzaron a organizarse en asociaciones y coordinadoras; introdujeron una nueva forma de planificación urbanística, no especulativa y con la vista puesta en la creación de más y mejores espacios públicos; un nuevo modelo de transporte público y una apuesta por la cultura que había estado completamente ausente en las décadas anteriores. Recibieron una España de posguerra, como se ve en las fotografías y publicaciones recogidas en la exposición que ofrece la Diputación de Valencia en la que ha colaborado Levante-EMV, y sentaron las bases de unas ciudades con servicios y espacios de calidad, fruto de la reflexión, la participación y, en suma, el reconocimiento de derechos y la democracia.

Por supuesto, hubo errores, y también excesos. Circula la especie de que un municipio de la comarca de l'Horta tiene un salón de actos con más butacas que habitantes hay en el pueblo. Pero esas excepciones no pueden empañar una transformación sólida, sin posibilidad de marcha atrás, que ha hecho que la mayoría de los ciudadanos se sientan hoy orgullosos de la localidad en la que habitan. El patrimonio histórico que se derribaba o malvendía fue puesto en valor, y los espacios naturales, protegidos y respetados. Parques, polideportivos, auditorios, piscinas, alumbrado, seguridad, servicios de atención social o de ayuda al empleo y el emprendimiento que parece que hayan existido siempre son el resultado de la acción y el empuje de aquellos pioneros de 1979, hoy jubilados venerables a quienes en muchos casos sus partidos y sus vecinos han apartado y olvidado injustamente. Dejaron trabajos, familias y proyectos y se dedicaron a remodelar en profundidad la casa y la cosa pública, la administración a la que el ciudadano que tiene un problema acude en primer lugar. Tuvieron incluso que crear un sistema impositivo nuevo para garantizar unos ingresos que cubrieran los abundantes gastos que hacía falta acometer. Hasta entonces, como apenas se invertía en la ciudad no era necesario mantener una cierta presión fiscal.

Cuarenta años después de aquella revolución democrática en pueblos y ciudades, nuevos retos hacen aconsejable tomar nuevos impulsos. Resueltos muchos de los problemas básicos, afloran otros de muy difícil solución, como la despoblación por la migración de los pueblos a las ciudades; la movilidad sostenible, la contaminación de aire y agua o el cambio climático. Ni los pájaros ni los peces entienden de términos municipales, unos límites que se han quedado pequeños para resolver nuevos problemas. Por fortuna, iniciativas como los consorcios de residuos están ofreciendo soluciones a la gestión de los desechos en ámbitos supracomarcales pero en otros campos como el transporte urbano o interurbano queda mucho trabajo por hacer. El territorio necesita redes de movilidad que faciliten alternativas reales al uso del vehículo privado, cada vez más insostenible en los centros urbanos, y también servicios que garanticen a los vecinos de localidades más alejadas a núcleos de servicios sanitarios, educativos, sociales o culturales un transporte eficaz que no les invite cada dia a dejar el pueblo para irse a la capital. Como recuerda la Organización de Naciones Unidas en su Objetivo de Desarrollo Sostenible número 11, el relativo a «Ciudades y comunidades sostenibles», las ciudades acogen ya al 55 % de la población mundial. Ocupan solo el 3% de la Tierra, pero representan del 60 al 80% del consumo de energía y al menos el 70% de las emisiones de carbono.

Resulta absolutamente necesario rebajar el importe de la factura ambiental que se paga por residir en las ciudades, y eso solo se puede conseguir con una mayor coordinación entre instituciones y de éstas con las empresas, organizaciones y otros agentes que intervienen sobre el territorio. En la Comunitat Valenciana, buena parte de los políticos municipales pioneros de 1979 llegaron a los ayuntamientos con planes de comarcalización de servicios que, en buena medida, han chocado con resistencias de signo político o identitario, cuando no personal. Las competencias propias se han convertido en un corsé (o un escudo) que estrangula las posibilidades de unir esfuerzos y recursos. Aún hoy no ha tomado forma un modelo de gestión del área metropolitana de València aunque hay avances en agua, residuos o movilidad. La insuficiente financiación estatal que lastra el devenir de la Comunitat también alcanza a los ayuntamientos y a la posible mancomunidad de servicios como el transporte del área de la capital, sin fondos del Gobierno pese a que Barcelona y Madrid sí reciben cuantiosas subvenciones para ese fin. Y otras fórmulas como la fusión de municipios, propuesta por el presidente Mariano Rajoy en su discurso de investidura de 2011, han resultado de imposible aplicación por el empeño de muchos en mirar a corto plazo y no dar las luces largas para atisbar los retos que vienen, unas luces que sí conectaron aquellos pioneros del municipalismo democrático de 1979 a quienes es de justicia rendir hoy un merecido homenaje.

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