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Menas

Hace apenas un mes conocí a un mena, ese curioso acrónimo que empleamos para referirnos a un menor extranjero no acompañado. Era argelino y llevaba poco más de un año en España. Hablaba un castellano magnífico, ligeramente arabizado, gutural y sibilante. Me explicó que, con unos cuantos amigos, habían comprado una pequeña embarcación que les permitiese cruzar la frontera natural del Mediterráneo. «Cada uno de nosotros aportó mil euros hasta que logramos reunir la cantidad suficiente -me dijo-. Salimos una noche de luna llena. Éramos todos menores». «¿Por qué menores?», le pregunté. «Porque a nosotros no nos deportan -me contestó-, a los adultos sí». Confiaban en que, más pronto que tarde, los recogería en alta mar la Guardia Civil, como así sucedió al cabo de unos días. Cuando le sugerí si habían barajado la posibilidad de navegar hacia Italia, me contestó negando con la cabeza: «De ningún modo, en Italia te dejan morir. No hay ningún país en Europa como España». A continuación me habló de sus sueños: estudiar primero y poder trabajar algún día de cocinero. En su mano derecha llevaba dos películas en DVD de la biblioteca: Spiderman y Batman, el imaginario americano. Al despedirnos le animé a que perseverara en los estudios y le deseé suerte.

En Estados Unidos conocí a varios como él, ilegales que habían recorrido miles de kilómetros hasta llegar a la tierra prometida. En algún momento de sus vidas, muchos de ellos se encontraron bajo el poder de las mafias que controlan las distintas vías de acceso al país. El futuro que se abría ante ellos no era precisamente halagüeño, pero muy pocos de ellos deseaban volver a casa. El retorno sería reconocer un fracaso, aunque el motivo no sea sólo ese. Mal que bien, todos ellos saben que América sigue siendo una tierra de promisión, un lugar que admite la posibilidad de la esperanza si se trabaja duro.

Este verano, mientras recorría en coche seis estados de la Costa Este, charlé con algunos inmigrantes: la camarera tailandesa que nos servía el desayuno en nuestro hotel de Washington D.C. y que nos hablaba con orgullo de su hijo, oficial de la policía en California; el chófer somalí de un Lyft que nos acercó al puerto de la ciudad y nos explicó lo que suponía para su comunidad la elección de la también somalí Ilhan Omar como congresista; el abogado dominicano que conducía un Uber en Manhattan y que había conseguido dar carrera universitaria a sus tres hijas. Todos ellos llegaron como ilegales a los Estados Unidos, todos ellos se referían con gratitud a América.

La grandeza de los países se mide también por su capacidad de ofrecer una tierra fértil a los hombres, nativos o extranjeros. Y todos somos de un modo u otro extranjeros en nuestro propio hogar. Raro es el caso de una persona a la que, si le ofreces confianza y le exiges al mismo tiempo, no te lo devuelva con creces. Confianza, exigencia y oportunidades conforman el marco de una sociedad próspera y segura que mira con optimismo al futuro. Cuando falla alguno de estos tres pilares, la labor de integración social se complica enormemente. Crecer en una cultura determinada explica buena parte de nuestra posterior fortuna, puesto que hay sociedades constructivas y sociedades disolventes. Aunque a veces una cultura de éxito decide tomar el camino de la suspicacia, del recelo, del fracaso en definitiva. Nadie sale incólume de esa decisión; si confiáramos en nosotros mismos, también lo haríamos en el potencial positivo de la inmigración, lo más regularizada y legal posible.

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