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Butaca de patio

Móviles a escena

Hace un par de años el Auditorio Nacional contrató al actor Miguel Rellán para que recordara al distinguido público, antes de los conciertos, que debían apagar sus móviles de sonido y de luz. Con una sutil ironía, pero con una cabreada firmeza, Rellán afeaba su conducta a unos espectadores que se suponía cultos y educados, ya que en la mayoría de conciertos sonaba un móvil, o varios incluso, en algún momento. Hasta tal punto había llegado la indignación de los responsables del Auditorio Nacional que acudieron a esta imaginativa advertencia que, al parecer, dio resultado. En lugar de los anodinos avisos por megafonía, la voz y el gesto de un actor podían ser más convincentes. Pero la plaga de los móviles en las salas de teatro y de conciertos, no digamos en los cines, se extiende como una mancha de aceite.

O mejor dicho, como una mancha de mala educación, falta de respeto por el trabajo de actores y músicos y fanatismo en el uso de los móviles. Con mucha razón el sociólogo y periodista norteamericano Nicholas Carr, autor de Superficiales. Cómo está cambiando Internet nuestras mentes, un libro imprescindible para comprender el fenómeno, llama tecnologías de la interrupción a los nuevos soportes. La última víctima conocida de estas tecnologías de la interrupción ha sido la actriz Lola Herrera en una reciente representación en Zaragoza del monólogo Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes. La veterana y consagrada intérprete tuvo que interrumpir la función tras recriminar a una espectadora por el ruido de su móvil. “Apáguelo, por favor. Así no se puede trabajar”, exclamó la actriz.

No ha sido ni mucho menos el de Lola Herrera el único caso sonado y en fechas recientes actores de la talla de Juan Echanove o José Sacristán han denunciado también estas irrupciones de teléfonos móviles. Como tantos otros, han mostrado su asombro y su enfado con esa alienación que absorbe a multitud de personas, enfrascadas en una pantalla y cautivas de un individualismo feroz. ¿Han visto a esas parejas que en un restaurante pueden estar un largo rato sin hablar mientras cada uno tiene la mirada fija en su móvil? ¿Están esperando quizá ser llamados para apagar un incendio? ¿Tienen tal vez un familiar hospitalizado en estado grave? Pues no, en la inmensa mayoría de ocasiones se trata sólo de curiosear, de responder de forma compulsiva a esa falsa necesidad de inmediatez. Mucha gente ya apenas habla, ni observa a su alrededor, ni divaga, ni sueña… Se pierde de este modo el encanto de la cercanía o de la sorpresa, desaparece la magia de lo irrepetible. Lamentablemente pocas cosas van quedando que mantengan la fuerza del directo, de la proximidad, y una de ellas, sin lugar a dudas, es el teatro. Ahora bien, al paso que vamos ocurrirá con una función o un concierto lo que ya sucede en un estadio de fútbol donde muchos espectadores consultan en su móvil la jugada que acaban de ver en la realidad. Esperemos que los más negros presagios no se cumplan, pero vamos camino de que cuando un sabio señale la luna, millones de necios miren el dedo. No sabía Confucio hasta qué punto el mundo se iba a llenar de idiotas.

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