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Estudiar y poner lavadoras

L chica que queda con su ginecóloga, el hombre que lee en latín, la mujer que organiza su agenda doméstica y la joven que no llega al templo evangélico. El tren es como la vida misma

Hay tres cosas que me suben la autoestima. La primera, montar un mueble siguiendo las instrucciones y que los tornillos encajen. La segunda, lograr conectarme a una red wifi en el primer intento. La tercera, llegar a un destino y no perderme por el camino. La semana pasada llegué a Toledo. Y lo hice yo solita. Olé. La vida real sucede mientras vas metro arriba y tren abajo. Basta con mantener los ojos abiertos. La chica de al lado saca su móvil y comienza a wasapear con alguien a quien llama «gordito». Está enamorada. Solo te atreves a usar estos apelativos con tu «pichoncito», si rebosas ilusión por tu partenaire. Mi vecina de asiento le comunica a su «gordito» que la ginecóloga le ha cambiado la cita y le pregunta si tiene algún inconveniente. Parece que, además de amor, ahí también hay un embrión. «Gordis» le responde que está encantado y le envía un corazón. La chica sonríe. Qué bonito es el amor.

Sube un hombre de cuarenta y tantos. Es tranquilo. Se nota en su porte. Brazos caídos, movimientos lentos. Ve, pero no mira. Lleva un tabardo color verde y unos zapatos marrones desteñidos. Del bolsillo saca un ejemplar de Bellum Gallicum y lee a Julio César. Sí, en latín. Tarda en avanzar, pero está enfrascado. Disfruta. Siento que estoy sentada al lado del último mohicano, del último hombre interesante y profundo de la faz de la tierra y me entran ganas de llamarle a él también «gordito», mi tierno multum crassus. Las fantasías de túnicas y armaduras se ven interrumpidas por arte y gracia de la mujer de enfrente, que se lamenta de no llegar a tiempo al templo evangélico. Pienso que la suerte llamará a mi puerta y que mi vecino también viajará a Toledo. Anhelo tener la oportunidad de averiguar a qué se dedica, si conoce el sentido de la vida, si tuvo una infancia feliz o si tiene algún trauma no superado, pero no. Él se baja en Chamartín y yo sigo mi camino. Tristia rerum. Hago un trasbordo y me aposento en el AVE. Superados los obstáculos de la máquina expendedora, la lectura del código QR, la elección del vagón o ir al baño con todo el equipaje, logro situarme en el lugar y momento adecuados. Llega mi compañera de viaje. Compartimos edad y el mismo tamaño de letra gigante en el móvil. Por eso, leo que Emilio, alguien que, en su momento, debió ser su «gordito», pero que hoy es solo Emilio tiene que ir a recoger a las niñas, acompañar a una a refuerzo de inglés y a la otra a gimnasia rítmica. Entre y entre, debe ir al supermercado porque se han quedado sin aceite y detergente y no puede olvidarse de pedir cita con la dentista porque a la mayor se le ha movido el aparato de los dientes. Emilio responde: «Buf» y ella le sugiere que proponga alternativas. Mutis.

Mi vecina le anuncia que, al llegar, pondrá lavadoras y que, además, estudiará. Abandona el teléfono sobre la mesa y echa la cabeza hacia atrás. Minutos más tarde, su mandíbula se relaja y comienza a roncar. Emilio le envía el emoticono del pulgar en alto, pero ella ya está en otro lugar. Lidiar con la cotidianeidad también debería subir la autoestima.

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