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Julio Monreal

Dicen los viejos

La señora María no hace más que darle vueltas a una idea en la cabeza y mueve nerviosamente la sesera de un lado a otro mientras contempla asustada el teleespectáculo aterrador en el que algunos han convertido los espacios informativos sobre la pandemia con sus sobreactuaciones. «Esto del virus va a hacer una limpia de viejos que para qué», se repite a sí misma y a quien interrumpe por teléfono el confinamiento en el que viven la mujer y su marido, Bartolomé, en su pequeño piso de Alaquàs. Ellos y sus hijos han resistido la tentación de que la pareja se trasladara a vivir a una residencia a pesar de que se ha planteado varias veces en serio. Como aún tienen autonomía, a sus 86 años prefieren continuar en su casa de siempre.

Y puede que esa elección haya acabado convirtiéndose en un acierto de vida, visto el drama que se asoma a las puertas de las residencias de mayores por culpa de la pandemia. El coronavirus amenaza con liquidar prematuramente a la generación que pasó su infancia en medio de la Guerra Civil y puede despedirse de este mundo víctima de un bichito invisible y de acciones desafortunadas de las autoridades, de sus familiares o de sus cuidadores.

En esta crisis, los hospitales son el destino final de la enfermedad, para sanar o para pasar el otro barrio. Pero ¿qué es lo que ha convertido a las residencias de mayores en un alarmante foco de infección y muerte? En un centro de mayores de Madrid han muerto 17 internos y permanecen contagiados otros tantos usuarios y no menos integrantes de la plantilla de trabajadores. La residencia Santa Elena de Torrent o la DomusVi en Alcoi son otros ejemplos de situaciones que han sorprendido a la sociedad entera, que no esperaba que espacios cerrados y vigilados, diseñados para atender y proteger, se convertiertan en protagonistas del peor acto de esta tragedia.

Las empresas gestoras de las residencias (hay unos 320 establecimientos privados, concertados y públicos en la Comunitat Valenciana) han hecho un llamamiento desesperado a la Generalitat para que se proceda al aislamiento completo de los recintos y a la realización de pruebas del virus a internos y trabajadores antes de tomar decisiones más drásticas que encargar a la Unidad Militar de Emergencias que desinfecte los inmuebles por dentro y por fuera, siendo esto importante y necesario.

Los geriátricos son el más claro ejemplo de lo que el trasiego incesante de personas puede causar en una crisis de las características de la actual. Los internos están dentro del recinto, confinados de forma permanente en su mayoría, antes de que llegara el Covid-19. Pero la infección entra por la puerta y se propaga como la pólvora. Los familiares utilizan sus horarios de visita o acuden a los centros con libertad de acceso. Si las medidas de contención se adoptaron tarde, ellos pudieron ser el caballo de Troya de la pandemia. Luego están los empleados, que no viven en las residencias. Tienen su casa y se desplazan a los centros para trabajar. Entre el colectivo de personal sanitario, es frecuente que médicos y enfermeros estén contratados en más de una actividad, en la sanidad pública y en una residencia privada, por ejemplo, pudiendo también ser introductores del Covid-19 hasta los espacios de cuidado de mayores. Las dolencias respiratorias o de otro tipo que suelen acompañar a las edades más avanzadas ponen el aliño a un guiso letal.

La sociedad se ha dado cuenta con demasiado retraso de lo que se incubaba en las residencias y puede que ya sea tarde para cientos, quizás miles de internos. Velando por el riesgo para el sistema de salud pública en los hospitales, intentando evitar que no se colapsara para lo que pueda llegar, las autoridades y la ciudadanía se sobresaltaron con las muertes por decenas en geriátricos. Se vivía en la confianza de que los mayores estaban a cubierto. Pero no había protocolos o los que había no fueron suficientemente eficaces para estos establecimientos.

Y ahora toca correr. Durante años, en la Comunitat Valenciana apenas se ha hablado de los geriátricos más que a propósito de una guerra política que trataba de establecer si había que mantener el llamado «modelo Cotino» de gestión o cambiar el implantado por el que fue vicepresidente de la Generalitat con el PP, hoy encausado en la ciénaga de la visita del Papa en 2006 a València. Ni siquiera hoy, en plena crisis del coronavirus, tiene la titular del departamento, la vicepresidenta Mónica Oltra, el protagonismo y la iniciativa que cabría esperar de una persona combativa como ella al frente de la política de bienestar social y por tanto la relacionada con las residencias. La titular de Sanidad, Ana Barceló, es quien ha tomado los mandos del barco junto al presidente Ximo Puig pese a atravesar la consellera por uno de los momentos más duros de su vida, la muerte de su madre esta misma semana. El tiempo, que siempre tiene ventaja, dirá si el control que Sanidad ha decretado sobre los geriátricos con casos, ya sean públicos o privados, resulta una medida eficaz.

Nada será igual cuando haya pasado esta crisis. Es una frase que muchos escriben o repoten. Desde luego no será así en lo que respecta a la atención de los mayores. Los que conocieron en los años 30 el reclutamiento obligatorio de sus padres; el rapado del pelo de las mujeres que no se sometían, las cartillas de racionamiento o el estraperlo, como la señora María y su marido Bartolomé, no pueden dar crédito a lo que ven en la televisión estos días, que las asociaciones de médicos intensivistas proponen relegar en los hospitales a quienes tengan una esperanza de vida de uno o dos años para centrarse en la atención de otros más jóvenes. En resumen, elegir entre quién se salvará y quien morirá utilizando como argumento la falta de medios. Puede que haya quien comparta ese criterio, pero todo el mundo tiene derecho a tener miedo a morir, y uno tiene más temor a que llegue la parca cuanto más cerca está de ella por edad. Además, mensajes de compromiso y ánimo como «Esto lo vamos a parar entre todos» o «Que no se quede nadie atrás» incluye a los viejos, ¿no? Ellos lo han dado todo y ahora la sociedad no solo quiere mantenerlos confinados. También pretende relegarlos en la atención de la enfermedad. Es doblemente injusto e insolidario. Hacen falta mascarillas, camas UCI, respiradores, gafas, guantes, batas y buzos, especialmente. Conseguir esos útiles, reforzar el sistema de atención sanitaria y hacer caso a los consejos son lo fundamental para salir juntos de esta. Todos.

Reinventarse en medio de la pandemia

Los hoteles, hoy cerrados, servirán para alojar a pacientes leves del coronavirus, previa instalación en ellos del equipamiento necesario, y para facilitar espacios de descanso al personal sanitario, de modo que éste no tenga que regresar a su casa tras agotadoras jornadas. Es el modelo ejemplar de una reasignación de tareas. Las aparadoras de calzado de los Valles del Vinalopó están fabricando mascarillas con las mismas máquinas que crean un calzado que nadie va a comprar ahora. El mismo camino pueden seguir numerosas industrias que hoy tienen el mercado cerrado y que pueden aportar productos básicos contra la pandemia. El tejido empresarial valenciano ha demostrado mil veces su flexibilidad y su capacidad de iniciativa. Ahora es el momento de aguzar el ingenio, y de minimizar al mismo tiempo el impacto económico de la crisis. El decreto de estado de alarma permite a los miles de bares y restaurantes elaborar comida para llevar, una alternativa frente al cierre que han decidido la mayoría. El coronavirus ha declarado la guerra, una contienda de ámbito mundial, y es un mal momento para acurrucarse en un rincón a llorar y lamentarse. Es hora de actuar. Hasta las ferias, hoy inactivas, acogen hospitales improvisados y albergues para gente sin hogar. Bueno, en València el recinto guarda las fallas desmontadas a la espera de quemarlas en julio. Ojalá no haya que sacarlas antes.

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