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Muerte entre los pobres de Colombia

Cada tarde de Chaza, juego tradicional, los viejitos de los pueblos de Nariño, el último de los departamentos de Colombia, aquel donde los campesinos apenas pueden subsistir con los cultivos que enriquecen a narcotraficantes instalados en las élites occidentales, los mismos que suspiran por la paz que nunca llega porque no puede haber paz sin comida y dignidad; aquellos viejitos enjutos y secos, que caminan con paso acelerado hacia su final ofrecen a los espectadores de la partida, quizás un botellín de cerveza, un chusco de pasta de maíz o una chuchería para los niños. Ingresos con los que intentarán aferrarse a la vida. Esos viejitos que no tienen subsidios ni pensión, ni médico privado ni hospital, que nacieron en una vereda a la sombra de un chamizo, que crecieron entre iguales en la miseria no pueden hoy vender sus chuscos de maíz. El coronavirus también ha infectado las majestuosas montañas andinas. Ni siquiera se rinde ante las lenguas de fuego del volcán Galeras. Ha penetrado en los pueblos que cuelgan de las laderas de tierras arenosas, resbaladizas, donde construir una pista de tierra, o un simple sendero es tarea de titanes. Hasta allí ha llegado el espectro de la muerte sin piedad que obliga al encierro de sus gentes. ¿Quién ha dicho que la muerte no distingue entre ricos y pobres? Distingue entre quienes tienen hospitales con respiradores y quienes apenas tienen un viejo camastro donde esperar el reposo definitivo entre ahogos interminables. Ellos, tampoco, nunca jamás, pudieron imaginar tener que encerrarse en sus humildes cuartos entre viejas paredes que son cortinas descoloridas. Si el viajero se adentrara en busca de la ruta de Tumaco, hacia el Pacífico, descendiendo de la cordillera fría al sofocante calor de la playa, encontrará, si es que las metralletas son generosas tras el pago del obligado impuesto, madres negras que con amorosas manos despiojarán a sus niños. Madres de carne y hueso que viven en una selva siempre infectada por el calor, y que morirán como mueren las bestias sin que almas caritativas oigan el olor de descomposición pero que sienten el dolor de sus hijos con más amor que el que puedan sentir poderosos reyes hacia hijos o padres. Porque el amor no se compra, ni conoce de lujos, ni cuentas ocultas, ni hipocresías, ni mentiras. El amor retrata a la verdad y descubre antes o después la mentira en la que esta sociedad se ha instalado ajena al despiojar de niños famélicos que han exprimido la última gota de agua salida de las agotadas mamas de la madre. Ese gesto de esa mujer negra que despioja a sus niños debería ser la imagen que levantara la conciencia de los que hoy discuten sobre las gestiones en el trato de esta pandemia que no es otra cosa que una bofetada que la madre naturaleza ha querido propiciar al hijo desobediente, descarriado, rematadamente perdido. Ellos, esos campesinos que han soportado y soportan la sangre de atentados, de viejos ajustes de cuentas; que tienen el alma a punto para desdramatizar la miseria y a los pistoleros del crimen se ven obligados a encerrarse en sus casas. Este maldito enemigo ha acabado con el último resquicio de su libertad: la partidas de Llargues en la plaza del pueblo. Y por eso, los pobres pelotaris que algún día serán como sus viejitos son ahora los encargados de poner en marcha la acción solidaria para ofrecerles la comida de supervivencia. Allí en Nariño, brota la esperanza del amor entre los pobres más pobres. Los que nada tienen ofrecen la mano a quienes tienen menos que nada. Y muestran al mundo, sin quererlo, humildemente, el testimonio de la verdad que encierra este enemigo que ha venido a despiojar a esta infectada sociedad.

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