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A vuelapluma

Alfons Garcia

Hacer el bien

Nos hemos acostumbrado a que cada primavera críen mirlos en el patio de casa. Cuando llega este tiempo cerramos las contraventanas para que ninguna cría se estrelle contra los cristales al comenzar a volar. El patio es su territorio en estos meses. Es nuestro pago por el espectáculo de ver a los padres alimentar a los polluelos cuando han salido del nido. Creíamos que los de esta temporada ya habían volado. Pero el domingo pasado apareció en la puerta una pequeña bola de plumón gris sucio en la que solo sobresalía un pequeño pico. Como si pidiera auxilio a los de dentro. Casi no se movía, parecía aterido pese al sol del mediodía. No sabíamos qué hacer. Al final pensamos en llevarlo a una amiga avazada en alimentar crías de aves. Fuimos a meterlo en una caja, él se asustó, pió con una fuerza inesperada para un ser tan escaso y aparecieron los padres de no se sabe dónde respondiéndole y volando nerviosamente alrededor. Cambiamos de planes y lo acercamos a unos árboles, vimos luego que los padres le llevaban algún alimento, aunque él (o ella) no tragaba con la avidez de otro polluelo cercano. Una mañana dos días después, la cría apareció muerta. ¿Podíamos haber salvado la vida del pequeño animal de haber ignorado sus temores y la reacción de los padres? ¿Podía haber sido peor si hubiera muerto lejos de ellos? No sé. Sé que quisimos hacer el bien y sé que el resultado fue malo. Pero lo sé a posteriori. El otro día había que decidir.

Hacer el bien. Hay conceptos que pasan de puntillas por el vocabulario y esconden una silenciosa bomba moral. Pienso en los políticos. ¿Quién no diría que su fin es hacer el bien? Pero para quién. Para qué. Y por qué. ¿En qué bien está pensando Pablo Casado con su campaña agresiva contra el Gobierno? ¿Y Pedro Sánchez con sus mensajes televisados de fin de semana a la nación? ¿Piensa Abascal en el bien de los homosexuales? ¿Algún político piensa en el mal colectivo para que a a los suyos les vaya bien? ¿En qué bien pensaba Díaz Ayuso con el tumultuoso acto de clausura del hospital de campaña de Madrid? ¿Y Pablo Iglesias cuando aceleró el final de su cuarentena para volver a su ministerio?

Pienso en la voracidad de la política de estos días, en la que parece haberse establecido que es mejor que el contrincante lo haga mal, incluso en una catástrofe, para beneficiarse electoralmente. Pienso en cuánto resistirá esta pequeña isla valenciana en la que Isabel Bonig parece más cómoda en el papel de Arrimadas y Toni Cantó, más atraído por el de Casado. Quienes estamos alrededor de la política estamos construyendo la imagen de una sociedad macerada en bilis. Creo que no es la que está en la calle, aunque estamos haciendo por que lo sea. «No hay que endurecerse contra la dureza de esta época», decía el judío Stefan Zweig en octubre de 1937, cuando las garras del nazismo dejaban ya marcas. No volverse combativo contra el horror porque eso lo fortalece, era su mensaje. No dejarse arrastrar y no amargarse. Es fácil identificarse con estos sentimientos, aunque con la ventaja del tiempo pasado parece evidente que favorecieron el auge de Hitler. Al final, solo las armas detuvieron el terror. El dramático final del escritor, suicidado a miles de kilómetros de la Europa que adoró, resume su derrota, pero no la de sus ideas.

Los tiempos no son comparables, pese a la tentación de ver nexos con aquellos años 30 de depresión económica, política y moral. ¿Cuántos pensaban entonces que nazis o fascistas buscaban el bien? Pero este necesita ser pasado para apreciarlo. A veces, ni así se percibe.

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