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Sonrisa social y esclavitud

Hace ya muchos años, puede que más de veinte, que, en el llamando Barco Fallero, -convertido ya en avión fallero- un viejo emigrante de Chella regresó a su tierra valenciana gracias a las ayudas del gobierno regional. Había huido de muy joven, en tiempos de la posguerra, cuando en «España no podíamos comer», decía. Marchó a la Argentina y contaba que le llamó la atención, «ver en la basura trozos de carne de ternera€» Aquel detalle le sirvió de consuelo. Al menos en aquella tierra no pasaría hambre€ Y allí se quedó, como jornalero en una quinta. Y sólo pudo regresar a España cincuenta años después gracias a un billete pagado por el gobierno. «Xiquet, per res del món abandones la teua terra», me había dicho años antes en San Juan de Argentina, un viejo de Callosa d' Ensarrià mientras me preguntaba con ojos de añoranza si en España había cenas al aire libre en los polideportivos como aquella que compartíamos escuchando a un cantautor argentino a los pies de los Andes. Nunca debí contestarle con la verdad€

En el Palau de la Generalitat, mientras esperaba una recepción por el presidente a todos los emigrantes de los distintos Centros Valencianos en el Exterior, aquel hombre de Chella, alto y flaco, con ojos desconcertados de tristeza y quién sabe si de profunda decepción, me confesó que la imagen que más le había impactado de España era «ver sonreír a la gente. La gente habla sonriendo», comentaba. Ese detalle es el que le había impactado. Se fue de una España silenciada y triste y regresó para encontrarse una España democrática, creativa y alegre. Las palabras del viejo de Callosa d' Ensarrià encontraban su sentido. No había valido la pena.

España y el mundo andan con la sonrisa apagada por las mascarillas. Esa pérdida de la expresión de felicidad puede ser temporal pues existe la esperanza cierta de que, de una manera u otra, se alcanzará derrotar al virus que nos ha paralizado. Más difícil puede ser recuperar la sonrisa en una sociedad castigada por la crisis económica, en la que el paro, la miseria y la desesperanza se apoderen de esas sonrisas y la transformen en ojos de añoranza de tiempos pasados y de inseguridad para hijos y nietos. Y todavía puede ser peor la falta de sonrisa de una sociedad sojuzgada al igualitarismo obligatorio. Al igual que por mucho que se empeñen el amor entre los jóvenes no se dejará rebajar a puro placer físico y escribirá versos y poemas, tampoco dejará el alma de luchar por su libertad.

Y es que en una sociedad donde se pretenda estigmatizar al discrepante condenándolo a la hoguera civil o al silencio, es imposible que la gente ría mucho. El mundo libre, al que España se incorporó con alegría juvenil en un largo proceso que culminó con la integración en la Unión Europea tras el cambio político que supuso la Constitución, es un mundo que, con todos sus defectos y sus derivaciones hacia los monopolios oligárquicos que debemos combatir, permite sonreír. La economía, no nos olvidemos, es también una actividad espiritual. El hombre lucha, no por ser rico, sino por estímulo de superación y reconocimiento. No podemos aspirar a una sociedad donde el amor sea pura fisiología y se castigue el reconocimiento social de quienes han luchado por progresar en libertad. Arrancados el amor poético y el deseo de progresar, arrancamos la institución de la propiedad individual y no quedará otro camino que el de la institución de la esclavitud. Y creo que todos queremos una España que sonría.

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