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Tú concilia, que yo no puedo

"Descansa cinco minutos". Mi madre me despide con esta frase mientras el portal de su casa, esa que todavía siento mía, se va cerrando lentamente. Me quedo al otro lado, detrás del volante y dispuesta a pisar el acelerador para disfrutar de un momento a solas, aunque solo sea para hacer recados. La frase me viene a la cabeza mientras me alejo. Es lo bueno que tiene el silencio, que puedes detenerte a escuchar el eco con el que algunos pensamientos resuenan en tu cabeza.

Descansa cinco minutos. Me lo dice una mujer que quizás no ha tenido una vida tan cómoda como podría pensarse la mía. Las dos somos conscientes de ello pero, aunque yo pueda tenerlo más fácil, entiende a la perfección por qué con frecuencia tengo cara de haber dormido poco, por qué casi entro en coma si logro sentarme en el sofá más de cinco minutos seguidos o por qué hay días en los que echo tanto de menos mi propio espacio que parece que bebo vinagre.

Ser madre me ha cambiado la vida. En un sentido amplísimo de la expresión. Me ha hecho encontrar ese amor que brota de las entrañas y que me haría capaz de subir al Everest, a la carrera y con el equipaje de toda una expedición a cuestas, si uno de mis hijos está en la cima con menos abrigo del necesario o a punto de apoyar mal el pie. Logran dibujar el orgullo y la ternura en la cara con una de sus ocurrencias o con un beso, aunque un minuto antes hayan desencajado mi rostro de furia. Es cierto. Es un amor incondicional y puro, que solo se entiende cuando se es madre o padre. Pero, desde que tengo hijos, también reconozco que nunca entendí tan bien la decisión de no tenerlos. Nosotros desaparecemos y solo ellos importan. Adiós a tu espacio, tu tiempo y tus aficiones. Tus listas de reproducción se llenan de Cantajuegos y las sugerencias en Netflix insisten en que lo tuyo son los dibujos animados. Tus viajes cambian de rumbo hacia destinos mucho menos exóticos o culturales y empiezas a preferir que las cenas con amigos sean en casa -juguetes suficientes y sin el estrés de que no molesten a la pareja que te mira con reproche desde la mesa de al lado- o en locales con parque de bolas. Es el precio de su felicidad que, al final, arrienda la tuya propia.

Ser madre o padre no es fácil. En ocasiones me pregunto cómo no nos hemos extinguido. Supongo que la forma de vivir es lo que lo explica. Eso y que, por fortuna y aunque todavía queden muchos pasos por dar, el papel de la mujer ha cambiado. Si sobrevivimos a esta aventura de ser padres en una sociedad que siempre corre -a veces sin saber hacia dónde- es porque cuando te ponen a tu bebé en brazos te entregan también tres pelotas. No tardas en descubrir que son para que las mantengas todas a la vez en el aire mientras vigilas de reojo a tu retoño: la responsabilidad, el trabajo y la casa. Si quieres tener vida social, estar en forma o disfrutar en pareja, has de sacarte el máster en malabarismo. No van a dejar de lanzarte pelotas para que te esfuerces en mantenerlas girando sin que lleguen nunca al suelo.

Conciliación. ¿Realidad o mito? Mito, mito. Sin duda. Y más en los tiempos que corren. Esta palabra del futuro con frecuencia se corresponde con una realidad del pasado: si puedes recurrir a los abuelos o tirar de cuenta corriente, concilias; si ni una cosa ni la otra, te vas a hinchar a recoger pelotas.

Más dicil todavía. Súmenle al malabarismo varios factores: colegios cerrados desde marzo desembocan en un verano con plazas limitadas en programas de conciliación pintados con los colores de un campamento; guarderías cerradas para niños de hasta tres años que no son admitidos en ninguna actividad estival y un puesto a jornada partida que exija trabajar mañana y tarde. Es como pedirte que, además de sostener todas las pelotas girando frenéticamente, las mantengas dando un triple salto mortal.

Llegados a este punto, revisas con pocas esperanzas de solución las bases de campamentos públicos. De entrada, reservados para niños de Primaria y sin comedor. Ya sabes cuál va a ser el siguiente escollo: ¿eres funcionaria/o o trabajas solo de mañana? ¿No? Pues ya puedes olvidarte. A ver. Es posible que exista una explicación que yo no encuentro. Quiero creer que así es, pero, con cuatro programas de conciliación en el verano, ¿en serio todos tienen que tener horario de mañana? No todos trabajamos de nueve a dos. Y no hablo de periodismo, por no personalizar y porque entendiendo que sería de sobresaliente cum laude encontrar algo que se ajuste a mis cambiantes necesidades; cualquier comerciante -por citar un sector del que viven muchas familias- trabaja mañana y tarde. La mañana la tiene arreglada. ¿Qué hace con sus hijos por la tarde si no tiene abuelos o familia cerca a la que pedirle el favor? Pues, con suerte, dejarse la extra que no tiene en pagar a alguien para que disfrute de sus niños.

Una madre me cuenta que no le ha quedado otra que pagar a alguien más de lo que ella cobra en su trabajo por pasar ese tiempo que tanto desearía disfrutar con su hija. ¿Tiene sentido? No mucho, pero es lo que hay. Otra malabarista me dice que ha tenido que sumar kilómetros y horas a su rutina laboral para que sus padres le salven la vida. Y, en el fondo, se sabe afortunada.

El teletrabajo es, en mi caso, mi flotador cuando somos dos los que tenemos una jornada laboral a turno partido. Es todo menos fácil. Es una pelota más que mantener en el aire. Pero, por favor, que llegue para quedarse, porque la conciliación exige destreza y manos curtidas para sacar, como buenamente puedas, tus castañas del fuego. Mientras sigo estudiando para mi título de experta malabarista, gracias, mamá, por esos cinco minutos de respiro. Y por venir a abrirme la ventana siempre que puedes para que el aire entre y me llene de oxígeno.

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