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Alfons García03

Comodidad y silencio

Un móvil Android.

Un hábito del nuevo mundo es trastear cada noche con el teléfono móvil antes de cerrar los ojos. El último gesto personal de devoción al dios de hoy, que descansa donde antes reposaban biblias. El grupo de aficionados a las fotos antiguas suele atraer mi atención. Un policía local negro (el primero, dice alguien desconocido) asoma en la pantalla: de blanco inmaculado, sobre un pedestal en la esquina de la calle de La Paz con San Vicente, en València, allá por 1965. Rastreo en Google. No encuentro nada. Un bulo más quizá. Me quedo con el poder evocativo de las imágenes antiguas y la necesidad de reconocerse. Aparece la calle donde vivimos hasta hace unos años, en la frontera del barrio chino. Aún estaba por construir el edificio. Pasan tranvías de colores desvaídos. Las casas que hubo que derribar. Años fugados. Recuerdos arrinconados en cuartos oscuros de la memoria.

Existía un mundo en nuestra memoria antes de tener internet en los dedos. Nombres propios, fechas, retazos de la historia que ahora se han escondido. Lo que se conocía y se perdió, escribe Don DeLillo. El silencio. Todo se transforma. Todo se acomoda. 

La comodidad es un motor de los acontecimientos con pocos galones. Los que gobiernan se acomodan al poder. Como si los votos no caducaran. Y como si todas las acciones fueran válidas para permanecer en lo más alto de la tribuna pública. La corrupción se extendió en el pasado por la conciencia de inmunidad que da sentir el poder como propiedad natural y el convencimiento por tanto de que cualquier acto es justificable para conservarlo. 

Las peleas de los gobernantes actuales se multiplican porque se han acostumbrado al poder después de más de cinco años. La percepción de un presente eterno se combate con la capacidad de mirar el presente como si fuera ya pasado. Como si fuera una foto antigua. Se verán como senadores romanos, intrigantes con la daga preparada entre dos vidas, la real y la palaciega, cada vez más poderosa y absorbente. 

Los gobernados nos acomodamos rápido a la vida sin restricciones. A la supuesta vida normal. La primera ola pasó con menos fiereza por estas tierras. Nos fuimos habituando a una vida que se parecía mucho a la de antes salvo por la presencia en los espacios públicos de las mascarillas. Y costaba poco apartarlas al encontrar una mesa. La segunda ola ha pasado demoledora: las cifras de contagios y muertes doblan casi todos los días a ese 10 % que representamos en el total de la población española. Durante meses no llegaban al 5 %. Hay 162 personas más en las UCI que al empezar el año y 1.197 ingresados más en hospitales que entonces. Nos hemos acomodado a las muertes: 569 por covid en lo que va de 2021 en la Comunitat Valenciana. Y la vida va. 900 es la cifra del rastro de sangre de ETA en cuarenta años. Para los muertos en soledad de este virus no hay patria ni relatos épicos y dramáticos. Silencio y frío, porque los demás ya tenemos bastante con anhelar que el viento helado no pase cerca de los nuestros. Seguir caminando. Y la vida va.

Democracia acomodada es democracia cansada. «No es cansada, es sociedad inmadura, consentida, como de niños pequeños». Escribe un gobernante y el móvil vomita el hastío a golpe de mensajes. «Sociedad enferma. Mal si confinas, mal si no lo haces. Eso sí, las restricciones nos las pasamos por el forro. Políticos prometiendo lo que saben que ellos no harían porque no se puede, defendiendo lo contrario que decían en primavera». Como hacían antes los que gobiernan ahora. «Sí, como a la espera de un mesías que ponga orden. Trump pierde, pero 74 millones de personas lo siguen». La verdad se acomoda frente a unas redes que silenciarán al poder antiguo cuando les dé la gana. «Indignado. Agotado». Aparto el móvil. Aún me devuelve una frase de una entrevista hace un año (tiempos claros) a Francisco Brines. «Todo griterío y toda parafernalia estorban». El sueño vence. Por fin. El mañana es futuro, es esperanza. Ahora, el silencio.

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