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Pilar Ruiz Costa

El amor está en el aire

Ya está aquí otra vez San Valentín. ¿En serio? ¿Se puede saber qué ha pasado con el último año? Rebusco en los bolsillos -vacíos- y nada, que no lo encuentro. Mírenla de nuevo: ‘la semana del amor’. No disimulen. Sé que también la han visto en los escaparates, en los anuncios invasivos en el móvil y en los intermedios. «El amor está en el aire», nos advierten por doquier, junto a un enlace que nos empuja, en lugar de a consumar, a consumir.

El amor está en el aire y no sé si al lector le pilla esta bocanada del lado de San Valentín, de San Solterín o del no está el horno para bollos. Yo este año igual me abstengo. Como tantos en las elecciones catalanas. Pero lo mío es algo excepcional, oigan. Que el año que viene, sin falta, me pongo. Lo casi prometo. Que para enamorarse hace falta ‘tener cuerpo’ y a mí se me fue escurriendo como la fe en que de esta salíamos mejores y un poquito se me atragantan los carteles de ‘Regalos originales para San Valentín en moda, hogar, belleza, flores y bombones’. Que yo juraría que lejos de ser originales, los frascos de perfumes de curvas sinuosas y las cajas rojas de bombones son los mismos de hace un año. Si hasta juego a cambiar San Valentín por Halloween o Navidad en cualquier anuncio en la marquesina del autobús y tan ricamente. Donde va el espacio de los corazones rosas se ponen calaveras o trineos y listo. Al final el mensaje siempre es: ¡Compra, compra!.

No me hagan caso. Compren. Seguro que lo mío es que me pilla otro San Valentín sin alguien besándome las estrías y estoy a esto de convertirme en la loca de los gatos. Eso, o que los anuncios, como las historias de amor, son siempre más de lo mismo. Eso decía un profesor de guion que tuve hace algún tiempo. Que, en realidad, todas las historias de amor están ya escritas. Nos pasamos la vida narrando y viviendo combinaciones de las mismas historias. Cambiamos un poco los lugares, cambian algo los personajes, pero las historias -y los arquetipos que las componen- son los mismos.

El problema es que las historias requieren un protagonista -¡con lo que nos gusta ser protagonistas!-, pero también de un conflicto. Y reconozcamos que, hoy menos que nunca, nadie quiere los conflictos. Tenemos un héroe, un dragón y una princesa que, vestimos de damisela en peligro, pero su papel en el fondo fondo, es el de recompensa. No, damas y caballeros -redoble de tambores-, estimado público: no hablo de perpetuar el machismo. Todos podemos ser héroe, dragón o princesa. Y de hecho, todos somos alguna vez el premio, pero también nos adjudicaron el papel de villano en el cuento de alguien. Y volveremos a serlo. Quien no haya metido alguna vez en su cama un príncipe que resultó ser sapo; quien no haya amanecido jamás croando en cama ajena, que tire la primera piedra.

La historia de la vida simplificada en una frase sería: el bien se encuentra en el camino con el mal, se enfrentan, pero al final, el bien prevalece. Justicia divina. Por eso, las injusticias diarias de delincuentes, estafadores y prevaricadores, de aforados y jetas que no pagan sus fechorías, generan tanto daño entre las personas cabales. Pero de villanos ya hablaremos otro día… No nos despistemos y amemos. Amemos.

Sucede en el caso de estas historias de amor de los cuentos con los que crecimos, en que acababan con la escena exacta de una boda. Llegaban a bordo de una calabaza de oro calzando zapatitos de cristal, se casaron, fueron felices y comieron perdices. Ya. Fin. Y de que vaya que hay un después podemos hablar y mucho todos los que tras dormirnos en nuestra noche de bodas, nos despertamos. Pero eso nunca nos lo contaron. ¡Ay, si los cuentos tuvieran segunda temporada! ¡Y tercera! «Y sucedió entonces que Cenicienta y el príncipe se casaron y empezaron los conflictos. Y es de justicia reconocer que fueron felices. Pero a ratos».

Y de eso, también de eso deberían hablar los cuentos. Eso deberían recordarnos aunque fuera una vez al año las marquesinas de las paradas de autobús. Niños, niñas de 0 a 100 años: ¡eso es el amor verdadero! Los amores verdaderos tienen, en realidad, mucho en común con las estrías. Ambos son caminos escarpados y a la cima, a alcanzar a conocer qué se oculta al otro lado, llegan solo los verdaderos héroes. Cuídense de quienes alcanzan la altura de unas bragas convencidos de que eso es el trofeo porque de ellos están el reino de la publicidad y de los dragones lleno.

Porque, ¿a partir de cuándo se contabiliza un amor como verdadero? ¿Cuándo sabes si es o no el amor de tu vida? Quizá no tiene que ver con morir de amor, sino con morir de viejo, sonriendo. Sospecho que hay cuentos que solo pueden contarse al final de la vida. Será porque las mejores historias de amor que he conocido no fueron en los libros ni en las pantallas, sino en personas de carne y hueso y todo lo que fue importante nada tuvo que ver con las compras que intercambiaron, sino con los conflictos que, juntos, compartieron.

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